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CRÉDITO: FOTO DE JARED VERDI EN UNSPLASH

El desierto de Atacama, uno de los lugares más secos de la Tierra, se ha convertido en una fuente inesperada de microbios que prosperan en ambientes extremos.

En busca de un tesoro de microbios en el desierto de Atacama

La famosa región desértica de Chile ha sido desestimada durante mucho tiempo como un páramo sin vida, bueno para poco más que la extracción de minerales y metales preciosos. Para estos investigadores, sin embargo, es una mina de oro microbiana digna de protección.


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Benito Gómez-Silva está rodeado de nada. Hasta donde alcanza la vista, no hay plantas que salpiquen el paisaje; no hay animales que deambulen por el suelo con costra de sal, que se extiende hasta la base de las montañas lejanas. Aparte de algunas débiles volutas de nubes que pasan lentamente por delante de un sol abrasador, nada se mueve aquí. El paisaje consiste exclusivamente de tierra y rocas.

Es fácil imaginar por qué Charles Darwin, escudriñando una extensión cercana de vacío hace 187 años, proclamó esta región —el desierto de Atacama en el norte de Chile— un lugar “donde nada puede existir”. De hecho, aunque algunas fuentes de agua dispersas sustentan cierta vida vegetal y animal, durante más de un siglo la mayoría de los científicos aceptaron la conclusión de Darwin de que aquí, en la sección más seca del Atacama, llamada el núcleo hiperárido, incluso las formas de vida más resistentes no podrían durar mucho tiempo.

Pero Darwin estaba equivocado y por eso Gómez-Silva está aquí.

Levantándonos antes del amanecer para ganarle al calor más brutal del día, hemos conducido durante una hora por una carretera cada vez más desierta, observando cómo el terreno se va vaciando de plantas y estructuras construidas por el hombre. Después de dirigirnos hacia el sur a lo largo de la cordillera de la Costa de Chile, giramos hacia el interior, hacia el corazón del Atacama. Aquí el microbiólogo especialista en el desierto de la Universidad de Antofagasta buscará un hongo microscópico que espera aislar y cultivar en su laboratorio.

Estamos en el lugar no polar más seco de la Tierra, pero Gómez-Silva sabe que aquí hay agua, escondida en las rocas de sal que nos rodean. Al igual que la sal en un salero de cocina absorbe el agua en un clima húmedo, las rocas de sal absorben pequeñas cantidades de humedad que llegan como niebla oceánica nocturna. Entonces, a veces durante solo unas horas, gotas microscópicas de agua se aglutinan en los nanoporos de la sal creando “pequeñas piscinas”, dice Gómez-Silva, líneas de vida para los microbios que encuentran refugio en las rocas. Cuando la humedad y la luz del sol coinciden, estos hongos microbianos empiezan a hacer la fotosíntesis y a hacer crecer sus comunidades, que se ven como finas líneas oscuras en las rocas salinas que les sirven de hogar. Con el suave golpe de la parte posterior de un martillo, Gómez-Silva desprende unas cuantas rocas pequeñas con marcas especialmente prominentes. Las llevará a su laboratorio, donde su equipo las triturará e intentará extraer los microbios de su interior y mantenerlos vivos en placas de laboratorio.

Gómez-Silva forma parte de un pequeño pero fuerte contingente de científicos que buscan microbios vivos aquí, en el desierto más antiguo del mundo, un lugar que ha estado seco desde que los dinosaurios del Jurásico tardío vagaban por la Tierra hace unos 150 millones de años. Cualquier cosa que intente sobrevivir aquí tiene que enfrentarse a una serie de retos más allá de la falta de agua: una intensa radiación solar, altas concentraciones de sustancias químicas nocivas y la escasez de nutrientes clave. Pero, aun así, sí crecen cosas inusuales y diminutas, e investigadores como Gómez-Silva afirman que los científicos tienen mucho que aprender de ellas.

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Los científicos de la Universidad de Antofagasta Benito Gómez-Silva y Nicomedes Valenzuela recogen rocas salinas del núcleo hiperárido del desierto de Atacama. Los científicos esperan aislar microbios de estas rocas como parte de su búsqueda para entender los límites de la vida.
Una mano enguantada golpea el suelo rocoso con un martillo metálico
Una mano enguantada sostiene una roca con tenues líneas marrones
Un hombre señala una pared con pintura desconchada; los nombres de las personas están garabateados por toda la pared
Un pequeño y austero cementerio con cruces de madera lisas y algunas vallas viejas se encuentra en el desierto
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Dos investigadores recogen muestras de roca bajo el sol abrasador.

CRÉDITO: LINDZI WESSEL

Con un ojo entrenado y las herramientas adecuadas, se puede encontrar vida en este desierto de extremos, dice el científico Benito Gómez-Silva, que utiliza un simple martillo para romper trozos de rocas salinas en su búsqueda de los microbios que sospecha que se esconden en su interior.

CRÉDITO: LINDZI WESSEL

Mientras camina por el desierto, Gómez-Silva se mantiene atento a las líneas oscuras que marcan la superficie de las rocas salinas. Esto es una fuerte señal de vida microbiana en el interior de las rocas, dice.

CRÉDITO: LINDZI WESSEL

El microbiólogo Benito Gómez-Silva señala los nombres de sus colegas garabateados en la pintura escarapelada de una estación de investigación abandonada en el Atacama. Muchos de los que marcaron sus nombres también dejaron su huella en la ciencia de la microbiología del desierto, dice Gómez-Silva.

CRÉDITO: LINDZI WESSEL

Un cementerio es todo lo que queda de una pequeña comunidad minera que habitó la zona.

CRÉDITO: LINDZI WESSEL

Para desvelar esos secretos es necesario cambiar la visión que el mundo tiene del Atacama, dice, una región que históricamente ha sido valorada por la extracción de minerales preciosos por encima de todo. Coautor de un artículo en el Annual Review of Microbiology de 2016 sobre los recursos microbianos del desierto, Gómez-Silva es uno de los varios investigadores que creen que el Atacama debería ser valorado por algo totalmente diferente: como lugar para caracterizar formas de vida desconocidas. La descripción de estos extremófilos —así llamados por su capacidad para prosperar en condiciones extremas, casi de otro mundo—tiene el potencial de desarrollar nuevas herramientas en biotecnología, responder a preguntas sobre los propios orígenes de la vida y orientarnos sobre cómo buscar vida en otros planetas.

“Durante siglos, el Atacama fue un lugar ‘sin vida’”, afirma Gómez-Silva. “Tenemos que cambiar este concepto del Atacama... porque está lleno de vida microbiana. Solo hay que saber dónde buscar”.

Condiciones extremas

El Atacama se extiende unos 600 kilómetros a lo largo de la costa de América del Sur —sus fronteras no son precisas— y está flanqueado al este por el Altiplano volcánico de la cordillera de los Andes y al oeste por las costas chilenas del Pacífico. Con un tamaño aproximado al de Cuba, el desierto es tan variado como hostil.

Sin embargo, a pesar de la desolación, los tesoros dispersos atraen a visitantes de todo el mundo. Cerca de la ciudad de San Pedro, a unos 240 kilómetros al este de la universidad de Gómez-Silva, los turistas hacen viajes para ver los extraños valles lunares del Atacama, las lagunas que sirven de oasis para los flamencos migratorios y el campo de géiseres del Tatio en Chile. El desierto incluye una serie de mesetas, cuya elevación oscila entre el nivel del mar y más de 11.000 pies, lo que lo convierte en uno de los desiertos más altos del mundo. Varios observatorios internacionales aprovechan esa altitud y la baja humedad récord del desierto para tomar imágenes claras de las estrellas.

Un mapa que muestra una vista superior y lateral del desierto de Atacama en su context.

Varios factores contribuyen a la extrema sequedad del Atacama. La humedad de los vientos alisios predominantes del sureste llega a los Andes y se condensa en forma de lluvia en su lado oriental (no desértico). La humedad de cualquier aire cálido descendente se evapora antes de convertirse en lluvia debido a la alta presión atmosférica. Y al oeste, las aguas frías de la corriente de Humbolt del océano Pacífico enfrían el aire para que no pueda transportar mucho vapor de agua.

Las condiciones extremas del Atacama se deben a las características que marcan sus fronteras. Las tormentas que se desplazan desde el este rara vez atraviesan los imponentes picos de la cordillera de los Andes y una espesa corriente de aguas oceánicas frías que se desplazan desde la Antártida enfría el aire a lo largo de la costa de Chile, dificultando su capacidad para transportar la humedad hacia el interior. Muchas partes de este desierto reciben apenas milímetros de lluvia cada año, si es que llueve. La ciudad de Arica, en el desierto de Atacama, justo debajo de la frontera con Perú, ostenta el récord de la sequía más larga del mundo: los investigadores creen que no cayó ni una sola gota de lluvia dentro de sus fronteras por más de 14 años a principios del siglo XX.

Sin agua, poco debería sobrevivir: las células se marchitan, las proteínas se desintegran y los componentes celulares no pueden moverse. La atmósfera de las grandes altitudes del desierto hace poco por bloquear los dañinos rayos del Sol. Y la falta de agua fluyendo deja los metales valiosos listos para las empresas mineras, pero significa que la distribución de nutrientes a través del ecosistema es limitada, al igual que la dilución de los compuestos tóxicos. Allí donde sí existen masas de agua en el desierto —a menudo en forma de cuencas estacionales alimentadas por ríos subterráneos— suelen tener altas concentraciones de sales, metales y elementos, incluido el arsénico, que son tóxicos para muchas células. Las plantas y los animales del desierto que consiguen sobrevivir en la región suelen aferrarse a las afueras del desierto o a los oasis de niebla dispersos, que se apagan periódicamente con densas nieblas marinas llamadas camanchacas. 

Al ver tales condiciones en una expedición al Atacama en la década de 1850 a instancias del gobierno chileno, incluso el naturalista germano-chileno Rodulfo Philippi, que documentó por primera vez muchas de las plantas y animales que viven en las partes menos extremas del Atacama, subrayó que el valor del desierto residía en la minería mineral, incluso cuando lamentaba los desafíos de desenterrarla debido a la desolación de la región. 

Un boceto que muestra algunos edificios pequeños en el fondo, algunos burros y personas, y las montañas que se ciernen.

Un dibujo del naturalista germano-chileno Rodulfo Philippi, que documentó gran parte de la fauna del desierto, de alrededor de 1860. Describió esta comunidad como el “sector más triste, en medio del desierto donde no hay la más pequeña planta verde ni una gota de agua”.

CRÉDITO: R.A. PHILIPPI / BIBLIOTECA NACIONAL DE CHILE

La minería fue más que suficiente para que el Atacama fuera deseable para Chile, que se anexionó la zona en una sangrienta guerra de casi cinco años contra Perú y Bolivia que terminó en 1883. En aquella época, las tres naciones se disputaban el control de las reservas de salitre ––una fuente de nitratos utilizada en fertilizantes y explosivos y apodada “oro blanco”— debido a la enorme demanda mundial.

El salitre de la tierra perdió su atractivo en la primera mitad del siglo XX cuando los científicos descubrieron un método para fabricar nitratos de forma industrial, eliminando la necesidad de excavar para obtenerlos. Eso supuso la muerte de las minas de salitre y de las ciudades construidas a su alrededor. Pero la minería sigue prosperando en el desierto de Atacama: hoy Chile es el primer exportador mundial de cobre, uno de los primeros de litio y un importante proveedor de plata y hierro, entre otros metales y minerales valiosos.

La minería ha dejado su huella en todo el desierto de Atacama. Visto desde el espacio, el Salar de Atacama, un salar de un tamaño casi cuatro veces superior al de la ciudad de Nueva York, muestra las manchas pálidas de las minas de litio. Las minas de oro y de cobre aparecen como motas, marcando la superficie del desierto. En el suelo, también, no es difícil encontrar reliquias de la historia minera de la región. Cerca de donde Gómez-Silva recoge rocas de sal cubiertas de hongos, en la región de Yungay, hay un cementerio con tumbas que datan del siglo XIX hasta mediados del siglo XX. Son los restos de los trabajadores de las salinas abandonadas y sus familias.

“La vida aquí no era fácil”, dice Gómez-Silva mientras mira las lápidas de los niños pequeños perdidos durante esa época.

La foto aérea muestra muchos cuadros brillantes de color amarillo, naranja y blanco sobre el fondo de un desierto gris.

La minería tiene una larga historia en el Atacama y hoy el desierto es una importante fuente de litio, entre otros metales. Esta foto aérea de 2018 muestra una explotación minera de litio en la cuenca salina del desierto.

CRÉDITO: OTON BARROS, DSR/OBT/INPE

Riqueza científica oculta

A poca distancia en automóvil por un camino de tierra tallado a través de más tierra y pequeñas rocas, los restos del pasado científico también se cocinan bajo el ya castigado sol de la mañana. En 1994, la Universidad de Antofagasta creó una pequeña estación de investigación en Yungay con el apoyo de la NASA, cuyos astrónomos estaban interesados en las duras condiciones del Atacama, similares a las de Marte. La estación se financió solo durante unos pocos años, pero incluso después de su abandono, las sencillas estructuras y los débiles árboles circundantes, plantados por la universidad, siguieron sirviendo como un puesto de avanzada para investigadores de todo el mundo que querían saber si la vida podía perdurar en condiciones tan desoladas y cómo.

En las paredes de las habitaciones que en su día sirvieron de laboratorio y cocina de la estación, Gómez-Silva señala los lugares en los que los investigadores visitantes a lo largo de casi dos décadas marcaron sus nombres en la pintura ahora descascarillada. Gómez-Silva ha pasado la mayor parte de su carrera en Antofagasta y recuerda con cariño a varios de los visitantes, algunos de los cuales han llegado a publicar estudios clave sobre los límites de la vida en el desierto. 

“Cuando vinimos para quedarnos en la estación a partir de 2001, nos trajimos todo: duchas, retretes, generadores, bombas, fregadero...”, recuerda Chris McKay, astrogeofísico del Centro de Investigación Ames de la NASA, en Silicon Valley, cuyo nombre aún puede verse, escrito con tinta, en la pared de la estación de investigación de Yungay. Pero a pesar de los humildes escenarios y la falta de agua, “era mágico”, dice. “Nos sentábamos después de cenar y hablábamos de ciencia. No había teléfono ni Internet, solo éramos nosotros”.

Fueron los investigadores de la NASA los que iniciaron la investigación sobre si la vida pudiese sobrevivir en los suelos y rocas secas de este lugar a mediados de los años sesenta. Pero no fue hasta 2003, cuando un artículo de gran repercusión detalló por qué el desierto era un buen análogo de Marte, que la investigación microbiana en la zona empezó a despegar realmente. Las investigaciones en el Atacama han aumentado constantemente desde entonces con científicos de campos como la ecología, la genética y la microbiología que se han unido al esfuerzo. 

Aun así, los científicos solo han arañado la superficie; la mayor parte de la vida aquí sigue siendo desconocida, dice Cristina Dorador, una microbiologa del Atacama de la Universidad de Antofagasta. Dorador fue uno de los 155 representantes electos que trabajaron en la redacción de una nueva constitución para Chile tras la votación de 2020 para sustituir el actual documento de la era de la dictadura —no obstante, la nueva propuesta de constitución fue rechazada por la ciudadanía en un plebiscito el pasado 4 de septiembre—. Parte del objetivo de Dorador al unirse a la convención constitucional de Chile, dice, era ayudar a promover la importancia de preservar y estudiar entornos raros, como los del Atacama, que tradicionalmente se han valorado solo por los recursos que se podían extraer de ellos.

“Cuando el país toma una decisión económica, no piensa en lo que ocurre con las bacterias”, dice Dorador. “Intento comunicar por qué es importante conocer y proteger esos ecosistemas”.

Dorador estudia los tapetes microbianos que prosperan bajo la corteza de los salares del Atacama, que a veces están sumergidos bajo una capa de salmuera. Un corte a través de uno de estos tapetes arroja lo que podría verse como una ración extraterrestre de lasaña gelatinosa. En el interior de este plato de pasta que ha salido mal, que puede llegar a tener varios centímetros de grosor y se mantiene unido en parte por una sustancia viscosa exudada por las células, viven millones de microorganismos de diversos tipos. Las especies se agrupan en capas distintas y coloridas: las rayas púrpuras suelen representar bacterias que pueden evitar el oxígeno; las rayas verdes brillantes pueden indicar las que lo producen. Otros colores insinúan células que pueden captar el nitrógeno de su entorno, producir azufre maloliente o filtrar metano o dióxido de carbono en el aire.

La estratificación da lugar a una comunidad en la que células de diferentes especies pueden explotar simbióticamente los subproductos químicos de las demás. A veces, las capas se reorganizan, aprovechando las condiciones cambiantes, como una planta puede inclinar sus hojas para captar mejor los rayos solares. “Son una de mis cosas favoritas en el mundo”, dice Dorador.

También son un vistazo al pasado, ya que esta comunidad en capas se parece mucho a lo que los científicos creen que fueron los primeros ecosistemas que surgieron en la Tierra. A medida que crecen, algunos tapetes microbianos forman montículos de sedimentos estratificados que pueden quedar como fósiles litificados, llamados estromatolitos. Los más antiguos de estos estromatolitos se remontan a 3.700 millones de años, cuando la atmósfera de la Tierra carecía de oxígeno. Por ello, las esteras vivas, que aún se encuentran en entornos extremos de todo el mundo, son de gran interés para los investigadores que tratan de reconstruir el rompecabezas de cómo surgió la vida tal y como la conocemos hoy.

Dos fotos, una de una cuenca poco profunda cubierta de capas de microbios de color púrpura y marrón, otra muestra un trozo de la capa, que tiene vetas de color púrpura y naranja.

Las aguas que alimentan la poco profunda Laguna La Brava, un lago salado en el sur del Atacama, son ricas en arsénico y azufre. Sin embargo, algunos microbios prosperan en estas condiciones y forman grandes esteras de color púrpura. Los tapetes contienen capas de diferentes microbios, visibles en sección transversal, algunos de los cuales pueden sobrevivir sin oxígeno, como los que vivieron hace miles de millones de años.

CRÉDITO: P.T. VISSCHER ET AL / COMMUNICATIONS EARTH & ENVIRONMENT 2020

Uno de esos investigadores es el astrobiólogo Pieter Visscher, de la Universidad de Connecticut. Junto con sus colegas, ha reunido pruebas de fósiles de estromatolitos y tapetes microbianos modernos que sugieren que los microbios de la Tierra primitiva podrían haber utilizado el arsénico para la fotosíntesis, en lugar del oxígeno atmosférico que aún no existía. A lo largo de su carrera, Visscher se encontró con un gran enigma al tratar de relacionar los tapetes actuales con sus ancestros estromatolíticos. La presencia de oxígeno en las aguas que las rodean, siempre significaría que las esteras naturales que estudiaba no podían mostrarle realmente cómo funcionaban esas primeras formas de vida, dice.

Entonces, en un viaje de 2012 con colegas argentinos y chilenos, Visscher encontró lo que buscaba en un tapiz microbiano de color púrpura vibrante que prosperaba bajo la superficie de La Brava del Atacama, un lago hipersalino a más de 2.000 metros sobre el nivel del mar. A diferencia de los tapetes microbianos estudiados anteriormente, Visscher no pudo detectar oxígeno en los tapetes de La Brava ni en las aguas que los rodeaban entonces, ni durante varias visitas posteriores en distintas épocas del año. Por ello, constituyen un laboratorio natural ideal, afirma, y han dado peso a las teorías anteriores sobre la importancia del arsénico para la vida primitiva.

“Llevaba más de 30 años buscando el análogo adecuado”, dice. “Este tapete microbiano de color púrpura brillante puede haber sido algo que estuvo en la Tierra muy tempranamente, entre hace 2.800 y 3.000 millones de años”.

Sin zoológico para los microbios

En el Atacama abundan las estrategias de supervivencia creativas, lo que atrae a los científicos deseosos de comprender cómo la vida puede haber cambiado con el tiempo. En 2010, un equipo chileno dio a conocer el descubrimiento de una nueva especie de microbios que vive del rocío que se acumula en los hilos de las telas de araña en una cueva costera del Atacama bien situada para tragarse la niebla de la mañana. La Dunaliella, una forma de alga unicelular verde, fue la primera de su género que se encontró viviendo fuera de ambientes acuáticos, y sus descubridores sugirieron que su adaptación podría ser como las que hicieron las plantas primitivas al colonizar por primera vez la tierra.

Otros microbios desempeñan un papel activo en la búsqueda de agua. En 2020, un grupo de científicos de Estados Unidos describió en PNAS una bacteria que vivía dentro de las rocas de yeso y que segregaba una sustancia para disolver los minerales que la rodeaban, liberando moléculas individuales de agua secuestradas en el interior de la roca.

“Son casi como mineros... que excavan en busca de agua”, afirma David Kisailus, ingeniero químico y medioambiental de la Universidad de California, en Irvine, y uno de los autores del estudio. “Realmente pueden buscar y encontrar el agua y extraer el agua de estas rocas”.

Dos fotos, una mano sostiene un trozo de roca y una imagen en primer plano revela los microbios que hay en su interior.

Una muestra de roca de yeso del Atacama alberga microbios que pueden extraer agua de la roca. Los microbios se muestran en verde contra el yeso púrpura en una imagen de microscopio electrónico de barrido.

CRÉDITO: W. HUANG ET AL / PNAS 2020

Ejemplos como este son solo una muestra de lo que los microbios del Atacama podrían enseñarnos sobre la supervivencia en condiciones extremas, dice Kisailus. Y tales lecciones podrían prepararnos para reconocer pistas en la búsqueda de vida en otros mundos, o ayudarnos a adaptarnos a los cambios medioambientales que se avecinan en el nuestro. Han convertido a Dorador, que ha visto cómo se alteran drásticamente los ecosistemas únicos de los salares por la pérdida de agua a causa de la minería y otras industrias, en una defensora de la conservación de los microbios en el desierto.

Pero es un reto, dice, defender la protección y el valor de la vida que no se puede ver. Tal vez si las personas pudieran presenciar por sí mismas una célula buscando nutrientes en agua hirviendo o resurgiendo a la vida desde un estado desecado cuando la humedad llena el aire, se impresionarían y se preocuparían por preservar esas especies. Pero la conservación en sí misma es complicada. Los extremófilos del Atacama son tan especializados que la mayoría no durarían mucho tiempo fuera de sus entornos extraterrestres; los científicos ni siquiera pueden mantener vivos a muchos de ellos en el laboratorio.

“No tenemos un zoológico de microbios”, dice Dorador. “Para conservar los microbios, tenemos que conservar sus hábitats”.

Pensar macroscópicamente

Los argumentos a favor de la conservación y la exploración de los microbios van más allá de la curiosidad científica, afirma Michael Goodfellow, profesor emérito de sistemática microbiana de la Universidad de Newcastle, en el Reino Unido. Goodfellow pasó gran parte de su carrera buscando nuevas especies de microbios en entornos extremos como el Atacama, la Antártida y las fosas oceánicas profundas con la esperanza de identificar nuevas moléculas para su uso en antibióticos. Él cree que este tipo de bioprospección en entornos extremos debería considerarse una estrategia crítica para hacer frente a la inminente crisis mundial de resistencia a los antibióticos, que mata al menos a 700.000 personas al año en todo el mundo.

En sus primeros viajes al núcleo hiperárido del Atacama, Goodfellow y sus colegas no esperaban encontrar gran cosa, pero aun así pensaron que era prudente visitar el “hábitat descuidado” donde “apenas se había trabajado”. Para su sorpresa, pudieron aislar un pequeño número de bacterias del suelo del grupo de los actinomicetos, un tipo de microbio del suelo muy común en todo el mundo que ha sido durante mucho tiempo un importante foco de investigación de los antibióticos. Desde entonces, el trabajo sobre estos microbios ha dado lugar a más de 40 nuevas moléculas, algunas de las cuales inhibieron bacterias comunes causantes de enfermedades en estudios de laboratorio.

“Nuestra hipótesis era que los severos factores ambientales estaban llevando a la selección de nuevos organismos que producen nuevos compuestos”, afirma Goodfellow, coautor del artículo del Annual Review of Microbiology. “Diez años después, creo que hemos demostrado esa hipótesis”.

La bioprospección en desiertos como el Atacama tiene también aplicaciones tecnológicas, dice Michael Seeger, bioquímico de la Universidad Técnica Federico Santa María de Chile. Un ejemplo clave son los microbios responsables de alrededor del 10 % de la producción de cobre de Chile. El cobre se encuentra a menudo en una mezcla de metales, y los microbios pueden ayudar a extraerlo comiendo otros materiales en el mineral. Dando a estos microbios rienda suelta a los montones de materiales dejados por los procesos mineros o a las mezclas de minerales en las que solo existen concentraciones mínimas de cobre, los productores de cobre pueden asegurarse de que poco cobre quede sin extraerse en sus sitios mineros.

Estos microbios devoradores de metales deben ser capaces de manejar altos niveles de acidez porque producen ácido como producto de desecho, lo que sería mortal para muchos microbios, dice Seeger. Para prosperar en condiciones altamente ácidas, estos acidófilos deben tener adaptaciones especializadas como membranas celulares especializadas para bloquear las partículas ácidas, bombas que desvíen rápidamente esos elementos dañinos fuera de la célula y enzimas capaces de hacer reparaciones rápidas en las proteínas y el ADN.

Es probable que el Atacama esté lleno de extremófilos como estos, con capacidades especializadas que los hacen útiles para la industria y otros fines prácticos, dice Seeger, que estudia el potencial de los extremófilos para ayudar a limpiar los vertidos de petróleo y producir bioplásticos, entre otras cosas. Los microbios amantes del arsénico podrían ser útiles para purificar las fuentes de agua contaminadas y los genes tomados de los microbios tolerantes a la sal o a la sequía, por ejemplo, podrían transferirse a las bacterias del suelo para impulsar la agricultura en una nación que se enfrenta a una creciente desertificación, dice.

Las proteínas que funcionan bien en condiciones extremas también podrían tener importantes aplicaciones médicas. Las pruebas de PCR para detectar la Covid-19, por ejemplo, no serían posibles sin una enzima bacteriana que puede construir cadenas de ADN en temperaturas extremas y que fue arrancada originalmente de una fuente termal de Yellowstone. Los biólogos esperan que el estudio de enzimas igualmente resistentes de los microbios del desierto pueda conducir a otros avances biotecnológicos en el futuro. Es probable que el Atacama, tan extremo en tantos aspectos diferentes, albergue microbios capaces de más cosas de las que conocemos, argumenta Seeger, y por ello es crucial averiguar qué hay allí.

“Cuando se sabe lo que se tiene, entonces se puede pensar en lo que se puede hacer con ello”, dice.

Gómez-Silva, por su parte, piensa seguir trabajando para averiguar lo que tiene Chile en el Atacama. Durante dos años no pudo visitar sus lugares de muestreo en el desierto debido a las estrictas restricciones de tránsito por la pandemia. Ahora que se han levantado, está agradecido de haber vuelto.

De regreso al vehículo al final de su viaje de muestreo a Yungay, Gómez-Silva se detiene y se inclina para recoger una última roca de sal con una gran raya oscura pintada en su parte superior.

“¿Cómo no vamos a llevarnos ésta? Es preciosa”, dice. Luego suelta una carcajada. “No sé si puedes ver la belleza aquí. Yo sí”.

Artículo traducido por Debbie Ponchner

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