Bienaventurados sean los (pequeños) queseros
El queso no es solo un sabroso aperitivo —es un ecosistema—. Y los hongos y bacterias de ese ecosistema desempeñan un papel esencial en el sabor y la textura del producto final.
Manténgase informado
Suscríbase al boletín de noticias de Knowable en español
Algunos quesos son suaves y blandos, como la mozzarella; otros salados y duros, como el parmesano. Y algunos tienen un olor penetrante, como el époisses, un apestoso queso naranja de la región francesa de Borgoña.
Hay quesos de corteza difusa, como el camembert, y otros jaspeados con vetas azules, como el cabrales, que madura durante meses en las cuevas de las montañas del norte de España.
Sin embargo, casi todos los miles de tipos de queso del mundo empiezan igual, como un trozo de cuajada blanca y gomosa.
¿Cómo pasamos de esa insulsez uniforme a una cornucopia? La respuesta gira en torno a los microbios. El queso está repleto de bacterias, levaduras y mohos. “Es fácil encontrar más de 100 especies microbianas en un solo tipo de queso”, dice Baltasar Mayo, investigador principal del Instituto de Investigación Lechera de Asturias, en España. En otras palabras: el queso no es solo un aperitivo, es un ecosistema. Cada tajada contiene miles de millones de microbios —que hacen que los quesos sean únicos y deliciosos—.
La humanidad ha fabricado queso desde finales de la Edad de Piedra, pero solo recientemente los científicos han empezado a estudiar su naturaleza microbiana y a conocer las escaramuzas mortales, las alianzas pacíficas y las colaboraciones beneficiosas que se producen entre los organismos que habitan en un queso.
Para averiguar qué bacterias y hongos están presentes en este alimento y de dónde vienen, los científicos toman muestras de quesos de todo el mundo y extraen el ADN que contienen. Al cotejar ese ADN con los genes que existen en bases de datos pueden identificar qué organismos están presentes en el queso. “La forma en que lo hacemos es algo así como un CSI microbiano; ya sabes, cuando van a investigar la escena de un crimen. Pero en este caso estamos mirando qué microbios hay allí”, explica Ben Wolfe, ecólogo microbiano de la Universidad de Tufts.
Al principio, esa búsqueda trajo sorpresas. Por ejemplo, los queseros suelen añadir cultivos iniciadores de bacterias beneficiosas a la cuajada recién formada para ayudar al desarrollo del queso. Sin embargo, cuando el grupo de Wolfe y otros colegas examinaron quesos madurados descubrieron que las mezclas microbianas —microbiomas— de los quesos solo mostraban un parecido pasajero con esos cultivos. A menudo, más de la mitad de las bacterias presentes eran microbios “extraños” que no habían estado en el cultivo iniciador. ¿De dónde venían?
Muchos de estos microbios resultaron ser viejos conocidos, pero de lugares que no tenían que ver con el queso. Por ejemplo, Brachybacterium, un microbio presente en el gruyere, se encuentra más comúnmente en el suelo, el agua de mar y los excrementos de pollo (y quizá incluso en una tumba etrusca). O las bacterias del género Halomonas, que suelen asociarse a estanques salados y entornos marinos.
También está Brevibacterium linens, una bacteria que se ha identificado como uno de los principales responsables del mal olor del queso limburger. Cuando no está en el queso suele encontrarse en zonas húmedas de nuestra piel, como entre los dedos de los pies. B. linens también aporta notas características al olor del sudor. Así que cuando decimos que los pies sucios huelen “a queso” hay algo de verdad en ello: es causado por los mismos organismos. De hecho, como señaló Wolfe una vez, las bacterias y los hongos en los pies y el queso “se parecen bastante”. (Un artista irlandés demostró eso hace unos años cultivando quesos con organismos extraídos del cuerpo de las personas).
Al principio, los investigadores estaban sorprendidos de cómo algunos de estos microbios acababan en el queso. Pero, a medida que tomaban muestras de los lugares donde se fabricaban los quesos, empezaron a hacerse una idea. Ya la leche de vaca (o de cabra u oveja) contiene algunos microbios, y muchos más se recogen durante el proceso de ordeñar el animal y luego en la elaboración del queso. Por ejemplo, las bacterias del suelo que acechan en la cama de paja de un establo pueden adherirse a los pezones de la vaca y acabar en el balde de leche ordeñada. Las bacterias de la piel caen en la leche desde la mano de la persona que ordeña o se transfieren desde el cuchillo que corta la cuajada. Otros microbios llegan a la leche desde el tanque de almacenamiento o simplemente descienden de las paredes de la instalación lechera.
Es probable que algunos microorganismos provengan de lugares sorprendentemente lejanos. Wolfe y otros investigadores ahora sospechan que microbios marinos como las Halomonas llegan a través de la sal marina de la salmuera que los queseros utilizan para lavar sus quesos.
Un simple queso blanco fresco, como el petit-suisse de Normandía, puede contener microbios de una o dos especies. Pero en quesos de larga maduración como el roquefort, los investigadores han detectado cientos de tipos de bacterias y hongos. En algunos quesos se han encontrado más de 400 tipos, señala Mayo, que ha investigado las interacciones microbianas en el ecosistema del queso. Además, mediante repetidos ensayos, los científicos han observado que puede haber una secuencia de asentamientos microbianos cuyo auge y caída puede rivalizar con el de los imperios.
Tomemos el bethlehem, un queso de leche cruda elaborado por las monjas benedictinas de la abadía de Regina Laudis, en Connecticut. Desde el día en que se elabora (o “nace”, como dicen los queseros) hasta que finalmente está maduro, alrededor de un mes después, el bethlehem pasa de ser un disco gomoso y liso, a tener una corteza blanca y polvorienta de la que brotan diminutos filamentos de hongos y, finalmente, una superficie oscura y moteada. Si se observara con un microscopio potente, se podría ver cómo la corteza inicialmente lisa se convierte en un terreno accidentado y con bolsas, tan densamente poblado de organismos que se forman biopelículas similares a los tapetes microbianos que rodean los desagües de los baños. Un solo gramo de corteza de un queso completamente maduro puede contener unos 10.000 millones de bacterias, levaduras y otros hongos.
Pero el proceso suele empezar de forma sencilla. Por lo general, los primeros pobladores microbianos de la leche son las bacterias lácticas (BAL). Estas BAL se alimentan de la lactosa, el azúcar de la leche, y producen ácido a partir de ella. El aumento de la acidez provoca que la leche se agrie, haciéndola inhóspita para muchos otros microbios. Entre ellos se encuentran patógenos potenciales como la Escherichia coli, explica Paul Cotter, microbiólogo del Centro de Investigación Alimentaria Teagasc en Irlanda, que escribió sobre la microbiología del queso y otros alimentos en el Annual Review of Food Science and Technology de 2022.
Sin embargo, unos pocos microorganismos selectos pueden soportar este entorno ácido, entre ellos algunas levaduras como la Saccharomyces cerevisiae (levadura de panadería). Estos microbios se introducen en la leche agria y se alimentan del ácido láctico que producen las BAL. Al hacerlo, neutralizan la acidez, permitiendo finalmente que otras bacterias como la B. linens se unan a la fiesta de la elaboración del queso.
A medida que las distintas especies se asientan, pueden producirse luchas territoriales. Un estudio realizado en 2020 y que analizó 55 quesos artesanales irlandeses descubrió que casi uno de cada tres microbios del queso tenía los genes necesarios para producir “armas” —compuestos químicos que matan a sus rivales—. Aún no está claro si estos genes están activados ni se sabe cuántos hay, explica Cotter, que participó en el proyecto. (Si estos compuestos fueran lo bastante potentes, espera que algún día puedan convertirse en fuente de nuevos antibióticos).
Pero los microbios del queso también cooperan. Por ejemplo, las levaduras Saccharomyces cerevisiae que se alimentan del ácido láctico producido por las BAL les devuelven el favor fabricando vitaminas y otros compuestos que necesitan esas bacterias. En otro tipo de cooperación, los filamentos fúngicos filiformes pueden actuar como “caminos” para que las bacterias de la superficie se desplacen hasta el interior del queso, según ha descubierto el equipo de Wolfe.
A estas alturas es posible que usted ya haya comenzado a sospechar esto: el queso tiene que ver fundamentalmente con la descomposición. Al igual que los microbios en un tronco podrido en el bosque, las bacterias y los hongos en el queso descomponen su ambiente —en este caso, las grasas y proteínas de la leche—. Esto hace que los quesos sean cremosos y tengan sabor.
La Madre Noella Marcellino, quesera benedictina de larga data en la Abadía de Regina Laudis, lo expresó de esta manera en una entrevista de 2021 con Slow Food: “El queso nos muestra lo bueno que puede surgir de la descomposición. Los humanos no quieren mirar a la muerte, porque significa separación y el final de un ciclo. Pero también es el comienzo de algo nuevo. La descomposición crea ese maravilloso aroma y sabor a queso mientras evoca una promesa de vida más allá de la muerte”.
Pero, exactamente cómo los microbios crean el sabor es algo que aún se está investigando. “Se comprende muy poco”, dice Mayo, aunque algunas cosas ya se hacen evidentes. Las bacterias del ácido láctico, por ejemplo, producen compuestos volátiles llamados acetoína y diacetilo que también se pueden encontrar en la mantequilla y, en consecuencia, le dan a los quesos ese sabor. Una levadura llamada Geotrichum candidum produce una mezcla de alcoholes, ácidos grasos y otros compuestos que imparten el aroma mohoso pero afrutado característico de los quesos como el brie o el camembert. Luego está el ácido butírico, que huele rancio por sí solo, pero enriquece el aroma del queso parmesano, y compuestos volátiles de azufre cuyo olor a repollo cocido se mezcla con el perfil de sabor de muchos quesos madurados con moho, como el camembert. “Diferentes cepas de microbios pueden producir distintos componentes del sabor”, dice Cotter.
Todo lo que hace un quesero es establecer las condiciones adecuadas para la “putrefacción” de la leche. “Diferentes bacterias y hongos prosperan a diferentes temperaturas y distintos niveles de humedad, por lo que cada paso en el camino introduce variedad y matices”, dice Julia Pringle, microbióloga de la quesería artesanal Jasper Hill Farm, en Vermont. Si un quesero calienta la leche a más de 120°F (cerca de 49°C), por ejemplo, solo sobrevivirán las bacterias amantes del calor como Streptococcus thermophilus — perfecta para hacer quesos como la mozzarella—.
Cortar la cuajada en trozos grandes significa que retendrá una buena cantidad de humedad, lo que conducirá a un queso más suave como el camembert. Por otro lado, pequeños baldes de cuajada se escurren mejor, lo que da como resultado una cuajada más seca —algo que desea para, por ejemplo, un queso cheddar—.
Almacenar el queso joven a temperaturas más cálidas o más frías nuevamente fomentará algunos microbios e inhibirá otros, como también lo hará la cantidad de sal que se agrega. Entonces, cuando los queseros lavan sus rondas de maduración con salmuera, no solo reparten condimentos, sino que también promueven colonias de bacterias amantes de la sal como B. linens que rápidamente crean un tipo específico de corteza: “anaranjada, un poco pegajosa y algo olorosa”, dice Pringle.
Incluso los cambios más sutiles en la forma en que se manipula un queso pueden alterar su microbioma y, por lo tanto, el queso en sí mismo, dicen los queseros. Encender el intercambiador de aire en la sala de maduración por error y hacer que fluya más oxígeno alrededor del queso llevará, de repente, a que broten mohos que no estaban allí antes.
Pero sorprendentemente, mientras las condiciones se mantengan, las mismas comunidades de microbios aparecerán una y otra vez, según han descubierto los expertos. Dicho de otra manera: los mismos microbios se pueden encontrar en casi todas partes. Si un quesero se apega a la receta de un camembert —siempre calienta la leche a la temperatura adecuada, corta la cuajada al tamaño correcto, madura el queso a la temperatura y el nivel de humedad apropiados— florecerán las mismas especies de organismos y surgirá un camembert casi idéntico, ya sea en una granja en Normandía, en la cueva de un quesero en Vermont o en una fábrica de lácteos revestida de acero inoxidable en Wisconsin.
Algunos queseros habían especulado que el queso era como el vino, que tiene un terruño famoso —es decir, un sabor específico que está ligado a su geografía y arraigado al microclima y el suelo del viñedo—. Pero aparte de los matices sutiles, si todo va bien en la producción, el mismo tipo de queso siempre sabe igual sin importar dónde o cuándo se haga, dice Mayo.
A estas alturas, algunos microbios han estado haciendo queso para las personas durante tanto tiempo que se han “domesticado”, en palabras del microbiólogo Vincent Somerville de la Universidad de Lausana, en Suiza. Somerville estudia cambios genómicos en cultivos iniciadores de queso utilizados en su país. En Suiza, los queseros tradicionalmente retienen parte del suero de un lote de queso para usarlo nuevamente al hacer el siguiente. Se llama retro-inoculación (backslopping, en inglés), “y algunos cultivos iniciadores han sido reutilizados continuamente por meses, años e incluso siglos”, dice Somerville. Durante ese tiempo, los microbios revertidos han perdido genes que ya no le son útiles en su entorno lácteo especializado, como algunos genes necesarios para metabolizar carbohidratos que no sean la lactosa, el único azúcar que se encuentra en la leche.
Pero la elaboración del queso no solo se ha domesticado con el tiempo, sino que también es más limpia de lo que solía ser —y eso ha tenido consecuencias para su ecosistema—. En estos días, muchas vacas son ordeñadas por máquinas y la leche se desvía directamente a los sistemas cerrados de tanques de almacenamiento ultrafiltrados y sellados de forma hermética, protegidos de la lluvia constante de microbios del heno, los humanos y las paredes, que en épocas más tradicionales se asentaban sobre la leche.
A menudo, la leche también se pasteuriza —es decir, se calienta brevemente a alta temperatura para matar las bacterias que están presentes en ella de forma natural—. Después, se sustituyen por cultivos iniciadores estandarizados.
Todo esto ha hecho que la fabricación del queso esté más controlada. Pero, por desgracia, también significa que hay menos diversidad de microbios en nuestros quesos. Muchos de nuestros cheddar, provolone y camembert, antes praderas de salvaje proliferación microbiana, se han convertido más bien en céspedes cuidados. Y como cada microbio aporta al queso su propia mezcla de compuestos químicos, menos diversidad significa también menos sabor —una gran pérdida—
Artículo traducido por Daniela Hirschfeld
10.1146/knowable-032423-1
Apoye a la revista Knowable
Ayúdenos a hacer que el conocimiento científico sea accesible para todos
DONAREXPLORE MÁS | Lea artículos científicos relacionados