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CRÉDITO: MARÍA HERGUETA

En comparación con otros animales, los humanos son excepcionalmente buenos cooperando.

Los secretos de la cooperación

A la mayoría nos importa lo que los demás piensen sobre nosotros. En muchas situaciones, eso puede aprovecharse para el bien común.


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Las personas detienen sus vehículos simplemente porque un pequeño semáforo pasa de verde a rojo. Se amontonan en autobuses, trenes y aviones con completos desconocidos y, sin embargo, rara vez se dan peleas. Los hombres grandes y fuertes pasan por delante de los más pequeños y débiles sin exigirles sus objetos de valor. La gente paga sus impuestos y hace donaciones a bancos de alimentos y otras organizaciones benéficas.

La mayoría de nosotros pensamos poco en estos ejemplos cotidianos de cooperación. Pero para los biólogos son extraordinarios —la mayoría de los animales no se comportan así—.

“Incluso los grupos humanos menos cooperativos son más cooperativos que nuestros primos más cercanos, los chimpancés y los bonobos”, afirma Michael Muthukrishna, científico del comportamiento de la London School of Economics. Los chimpancés no toleran a los extraños, afirma Muthukrishna, e incluso los niños pequeños son mucho más generosos que un chimpancé.

La cooperación humana requiere cierta explicación —después de todo, las personas que actúan de forma cooperativa deberían ser vulnerables a la explotación por parte de otros—. Sin embargo, en sociedades de todo el mundo, las personas cooperan en beneficio mutuo. Los científicos están avanzando en la comprensión de las condiciones que fomentan la cooperación, una investigación que parece esencial en un mundo interconectado que se enfrenta al cambio climático, la política partidista y otros —problemas que solo pueden abordarse mediante la cooperación a gran escala—.

La definición formal de cooperación de los científicos del comportamiento implica pagar un costo personal (por ejemplo, contribuir a la caridad) para obtener un beneficio colectivo (una red de seguridad social). Pero los aprovechados disfrutan del mismo beneficio sin pagar el costo, así que, en igualdad de condiciones, ser un aprovechado debería ser la mejor opción para un individuo y, por tanto, todos deberíamos ser gorrones en algún momento.

Muchos milenios de evolución, tanto en nuestros genes como en nuestras prácticas culturales, han dotado a las personas de medios para superar ese obstáculo, afirma Muthukrishna, coautor de un estudio sobre la evolución de la cooperación publicado en el Annual Review of Psychology de 2021. Esta coevolución genético-cultural preparó el terreno en la sociedad humana para que la cooperación se convirtiera en una decisión inteligente y no en una elección tonta. Durante miles de años, esto nos ha permitido vivir en aldeas, pueblos y ciudades; trabajar juntos para construir granjas, ferrocarriles y otros proyectos comunitarios; y desarrollar sistemas educativos y gobiernos.

La evolución ha hecho posible todo esto al moldearnos para valorar las normas no escritas de la sociedad, sentir indignación cuando alguien las incumple y, sobre todo, preocuparnos por lo que los demás piensan de nosotros.

“A largo plazo, la psicología humana se ha modificado de modo que somos capaces de sentir emociones que nos hacen identificarnos con los objetivos de los grupos sociales”, afirma Rob Boyd, antropólogo evolutivo del Instituto de Orígenes Humanos de la Universidad Estatal de Arizona.

Para demostrarlo, basta con un sencillo experimento de laboratorio que los psicólogos llaman el juego del dictador. En este juego, los investigadores dan una suma de dinero a una persona (el dictador) y le dicen que puede repartir el dinero como quiera con otra persona desconocida a la que nunca conocerá. Aunque ninguna norma les prohíbe quedarse con todo el dinero, el sentido innato de la justicia de muchas personas las lleva a repartirlo de forma equitativa (50-50). Las culturas difieren en la frecuencia con que esto ocurre, pero incluso las sociedades en las que el sentido de la justicia es más débil optan por un reparto justo con bastante frecuencia.

Gráfico que muestra que los miembros de ocho sociedades diferentes, desde la industrial hasta la cazadora-recolectora, se ofrecen a compartir el dinero con los demás, incluso cuando no tienen que hacerlo.

Investigadores ofrecieron una recompensa, como dinero, a voluntarios de ocho sociedades distintas, y luego les ofrecieron la posibilidad de dar la mitad a otra persona que no conocían y a la que nunca conocerían. Antes de tomar una decisión, los participantes vieron uno de tres vídeos en los que un adulto de su comunidad expresaba si compartir o no compartir era bueno o malo, o si ambas cosas estaban bien. La gente elegía compartir más a menudo en las sociedades que lo juzgaban correcto. Las sociedades evaluadas fueron cuatro ciudades industrializadas: Berlín (Alemania), La Plata (Argentina), Phoenix (Arizona) y Pune (India) y cuatro sociedades tradicionales a pequeña escala: los shuar (Ecuador), los wichí (Argentina), los tanna (Vanuatu) y los hadza (Tanzania).

Experimentos de laboratorio como este, junto con estudios de campo, están permitiendo a los psicólogos comprender mejor los factores psicológicos que determinan cuándo y por qué cooperan las personas. He aquí algunas de las conclusiones más importantes:

Cooperamos por distintos motivos en distintas escalas sociales

En los grupos muy pequeños, los lazos familiares y la reciprocidad directa —yo te ayudo hoy, con la esperanza de que tú me ayudes mañana— pueden dar suficiente impulso a la cooperación. Pero eso solo funciona si todos se conocen e interactúan con frecuencia, dice Muthukrishna. Cuando un grupo es lo suficientemente grande como para que la gente interactúe a menudo con alguien con quien nunca ha tratado antes, la reputación puede sustituir a la experiencia directa. En estas condiciones, es más probable que los individuos se arriesguen a cooperar con otros que tienen fama de hacer su parte.

Sin embargo, cuando un grupo es tan grande que ya no se puede contar con conocer la reputación de alguien, la cooperación depende de una fuerza menos personal: las reglas informales de comportamiento conocidas como normas. Las normas representan las expectativas de una cultura sobre cómo debe uno comportarse, cómo debe y no debe actuar. Incumplir una norma —ya sea tirar la basura, saltarse un torniquete del metro o expresar un racismo patente— expone a los infractores a una desaprobación social que puede ir desde una suave llamada de atención hasta el ostracismo social. Las personas también tienden a interiorizar las normas de su cultura y, por lo general, se adhieren a ellas incluso cuando no hay perspectivas de castigo, como se ve, por ejemplo, en el juego del dictador.

Pero el poder de las normas puede tener un límite, afirma Erez Yoeli, científico del comportamiento de la Sloan School of Management del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). El cumplimiento de las normas depende de la desaprobación social de los infractores, por lo que solo funcionan dentro de los grupos sociales. Dado que las naciones son los grupos más grandes con los que la mayoría de la gente se identifica fuertemente, las normas pueden resultar relativamente inútiles para desarrollar la cooperación internacional en cuestiones como el cambio climático.

“El problema no pertenece a un solo grupo, así que es una especie de carrera hacia el fondo”, dice Yoeli. Las habilidades sociales que van más allá de la cooperación y las herramientas psicológicas distintas de las normas pueden ser más importantes para resolver los problemas globales, especula. “Estos son los que nos cuesta un poco resolver”.

Varias docenas de personas amish trabajando juntas para construir un granero.

La reputación de cooperar es un activo importante en las sociedades humanas y ayuda a impulsar los esfuerzos comunales, como la construcción de este granero amish.

CRÉDITO: RANDY FATH / UNSPLASH

La reputación es más poderosa que los incentivos económicos para fomentar la cooperación

Hace casi una década, Yoeli y sus colegas revisaron la bibliografía publicada para ver qué funcionaba y qué no a la hora de fomentar el comportamiento prosocial. Descubrieron que los incentivos económicos, como la igualación de contribuciones o el dinero en efectivo, o las recompensas por participar, como ofrecer camisetas a los donantes de sangre, a veces funcionaban y a veces no. Por el contrario, las recompensas en forma de reputación —hacer público el comportamiento cooperativo de los individuos— aumentaban sistemáticamente la participación. El resultado se ha mantenido desde entonces. “Cada vez los resultados son más sólidos”, afirma Yoeli.

Las recompensas económicas funcionarán si se paga lo suficiente, señala Yoeli, pero el costo de estos incentivos podría ser prohibitivo. En un estudio con 782 residentes alemanes, por ejemplo, se comprobó si pagar a la gente para que recibiera la vacuna contra la Covid-19 aumentaría la aceptación de la vacuna. Así fue, pero los investigadores descubrieron que para aumentar significativamente las tasas de vacunación habría sido necesario un pago de al menos 3.250 euros, un precio desorbitado.

Además, las recompensas pueden disminuir la reputación que la gente podría ganar por su comportamiento cooperativo, porque los demás pueden no estar seguros de si la persona actuaba por altruismo o solo por dinero. “Las recompensas económicas enturbian las motivaciones de la gente”, dice Yoeli. “Eso socava cualquier beneficio reputacional de realizar la acción”.

El cotilleo desempeña un papel protagonista en la imposición de normas

Catherine Molho, psicóloga de la Vrije Universiteit Amsterdam, afirma que cuando alguien ve a otro infringir una norma —por ejemplo, que se esté aprovechando cuando se esperaba que cooperara— tiene tres formas de castigar la infracción: puede enfrentar directamente al infractor por su transgresión, puede evitar a esa persona en el futuro o puede contar a otros el mal comportamiento del infractor. Esta última respuesta —el cotilleo, o el intercambio de información sobre un tercero cuando este no está presente— puede tener ventajas únicas, dice Molho.

El ejemplo más claro procede de un experimento en línea dirigido por Paul Van Lange, colega de Molho y científico del comportamiento de la Vrije Universiteit Amsterdam. En el estudio se utilizó un procedimiento estándar de laboratorio denominado juego de bienes públicos, en el que cada participante recibe una suma de dinero y puede elegir entre no aportar nada, una parte o la totalidad a un fondo común. A continuación, los experimentadores duplican el dinero del fondo común y lo dividen en partes iguales entre todos los participantes, hayan estos contribuido o no. El grupo en su conjunto maximiza sus ganancias si todos ponen todo su dinero en el fondo común —pero a un aprovechado podría irle aún mejor si se quedara con su propio dinero y recogiera una parte de lo que los demás ponen en el fondo común—.

Y lo que es más importante, los participantes no jugaron una sola vez, sino cuatro, cada vez con un compañero distinto. Entre rondas, algunos participantes tenían la oportunidad de castigar a los aprovechados de su grupo más reciente pagando parte de su propio dinero a los experimentadores, que multaban al aprovechado con el triple del importe de ese pago. A otros se les dio la oportunidad de cotillear, es decir, de decir a los miembros del nuevo grupo quiénes habían sido los aprovechados que no habían cooperado. Sin duda, los cotilleos aumentaron los niveles de cooperación, pero, sorprendentemente, el castigo directo no lo hizo, según los investigadores.

El gráfico de barras muestra que la gente contribuye más al bien común cuando los demás pueden chismorrear si no colaboran.

En cada ronda de un “juego de bienes públicos”, los participantes tenían la oportunidad de aportar una parte o la totalidad de sus fondos para el bien común, o guardárselos egoístamente para sí mismos. Los investigadores descubrieron que la gente contribuía más cuando los demás tenían la oportunidad de cotillear entre rondas el comportamiento anterior de los participantes.

La gente también utiliza el poder del cotilleo en el mundo real. En un estudio reciente, Molho y sus colegas enviaron mensajes de texto a 309 voluntarios cuatro veces al día durante 10 días para preguntarles si habían compartido información con otros miembros de su red social, o si habían recibido información de ellos, sobre otra persona. En caso afirmativo, un cuestionario de seguimiento recogía más información.

Los 309 participantes declararon más de 5.000 cotilleos en total durante ese periodo, y alrededor del 15 % se referían a infracciones de las normas, como tirar la basura a la calle o hacer comentarios racistas o sexistas. La gente tendía a cotillear más con los amigos más cercanos y sobre los conocidos más lejanos. Los receptores de los cotilleos declararon que esta información negativa les hacía menos propensos a ayudar a las personas poco fiables y más propensos a evitarlas.

“Una de las razones por las que el cotilleo es una herramienta tan poderosa es que puedes cumplir muchas funciones sociales”, dice Molho. “Te sientes más cerca de la persona que ha compartido información contigo. Pero también descubrimos que proporciona información útil para la interacción social: aprendo con quién cooperar y a quién evitar”.

Y los cotilleos también cumplen otra función, dice Van Lange: quienes chismean pueden ordenar sus sentimientos sobre si la violación de una norma es importante, si hubo circunstancias atenuantes y qué respuesta es la adecuada. Esto contribuye a reforzar las normas sociales y puede ayudar a la gente a coordinar su respuesta a los infractores, afirma.

Nos gusta estar a la última y ser tendencia

Algunas formas bienintencionadas de fomentar la cooperación no funcionan —e incluso pueden ser contraproducentes—. En concreto, decir a la gente lo que otros hacen realmente (“La mayoría de la gente intenta reducir la frecuencia con la que vuela”) es más eficaz que decirles lo que deberían hacer (“Deberías volar menos —es malo para el clima—”). De hecho, el mensaje del “debería” a veces es contraproducente. “La gente puede leer algo detrás del mensaje”, dice Cristina Bicchieri, científica del comportamiento de la Universidad de Pensilvania: decirle a alguien que debería hacer algo puede indicar que, de hecho, la persona no lo hace.

Bicchieri y su colega Erte Xiao lo probaron en un juego de dictador en el que a algunos participantes se les decía que otras personas compartían por igual, mientras que a otros se les decía que la gente pensaba que todos debían compartir por igual. Solo el primer mensaje aumentó la probabilidad de un reparto equitativo.

Ese resultado tiene sentido, dice Yoeli. “Envía un mensaje muy claro sobre las expectativas sociales: si todo el mundo hace esto, envía una señal muy creíble sobre lo que esperan que yo haga”.

Dos carteles colgantes para habitaciones de hotel con mensajes diferentes que animan a los huéspedes a reutilizar sus toallas.

En un estudio clásico de 2008, los investigadores pusieron a prueba distintos mensajes para animar a los huéspedes de un hotel a reutilizar sus toallas en lugar de adquirir unas recién lavadas cada día. El mensaje que hacía referencia a cómo se comporta la mayoría de la gente en la misma situación hizo que más huéspedes adoptaran esta medida respetuosa con el medio ambiente.

Esto plantea un problema, por supuesto, si la mayoría de la gente no elige realmente un comportamiento socialmente deseable, como instalar paneles solares. “Si nos limitamos a decir que el 15 % lo hace, normalizamos el hecho de que el 85 % no lo hace”, afirma Bicchieri. Pero hay una solución: resulta que incluso una minoría puede empujar a la gente hacia un comportamiento deseado si el número va en aumento, proporcionando así un tren de moda al que subirse. En un experimento, por ejemplo, los investigadores midieron la cantidad de agua que utilizaban los voluntarios al lavarse los dientes. Las personas a las que se había informado de que una proporción pequeña pero creciente de personas ahorraba agua utilizaban menos agua que las que solo habían oído que una pequeña proporción ahorraba.

Aún queda mucho por saber

Los científicos del comportamiento están empezando a descifrar el problema de la cooperación, y aún quedan muchas interrogantes. En concreto, aún se sabe muy poco sobre por qué las culturas mantienen las normas que mantienen, o cómo cambian las normas con el tiempo. “Hay muchas ideas sobre los procesos internos del grupo que hacen que se sustituyan las normas, pero no hay mucho consenso”, dice Boyd, que trabaja ahora en este problema.

Todo el mundo está de acuerdo en que, con el tiempo, la selección natural determinará el resultado, ya que las culturas cuyas normas no mejoran la supervivencia mueren y son sustituidas por aquellas cuyas normas sí lo hacen. Pero no es una prueba que la mayoría de nosotros estemos dispuestos a pasar.

Artículo traducido por Debbie Ponchner

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