Una devastadora enfermedad nerviosa acecha un pueblo de montaña
Los neurólogos se han enfrentado a un grupo de casos de esclerosis lateral amiotrófica en Francia, donde el gusto por un hongo silvestre tóxico podría ser la respuesta.
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La carretera cambia de sentido una y otra vez a medida que asciende hacia Montchavin, situado en los Alpes franceses a 1.200 metros sobre el nivel del mar. Este pueblo de montaña, que se convirtió en estación de esquí en los años setenta, está salpicado de chalés de madera y situado en medio de un vasto complejo de esquí conocido como Paradiski, uno de los más grandes del mundo.
Bien conocido por esquiadores y alpinistas, Montchavin también ha captado la atención de investigadores médicos por ser el lugar donde se concentra una enfermedad neurológica devastadora, la esclerosis lateral amiotrófica.
La ELA, provocada por la pérdida progresiva de la función nerviosa del cerebro, la médula espinal y las neuronas motoras de las extremidades y el tórax, que conduce a la parálisis y la muerte, es una enfermedad poco frecuente y de distribución bastante uniforme en todo el mundo: afecta a dos o tres nuevas personas de cada 100.000 al año. Aunque Montchavin se inunda de visitantes en invierno y verano, la población residente durante todo el año es de solo un par de centenares de personas, y los pueblos vecinos no son mucho más grandes, por lo que las probabilidades de encontrar más que unos pocos pacientes de ELA en la zona inmediata son muy escasas. Sin embargo, los médicos han detectado 14.
La primera de las pacientes del pueblo que despertó las sospechas de Emmeline Lagrange, la neuróloga que ha dirigido la investigación de este problema, fue una mujer de unos treinta años, instructora de esquí y revisora de tiquetes del teleférico, originaria de Polonia y que trabajaba en temporada baja en la oficina de turismo local. Corría el año 2009. Una médica de Montchavin había remitido a la mujer a Lagrange, que ejerce en el Hospital Universitario de Grenoble, a 84 kilómetros al suroeste del pueblo. Lagrange diagnosticó ELA y recuerda que telefoneó a la médica de Montchavin para explicarle las consecuencias: “Lo primero que dijo fue: ‘Desde luego sé lo que es. Es el cuarto caso en el pueblo. Mi vecina murió de ELA hace 20 años y dos amigas suyas siguen siendo víctimas de la enfermedad’”.
Lagrange no esperaba encontrar otros casos de ELA en los alrededores. Pero una noticia en el periódico sobre los esfuerzos para recaudar dinero para un hombre que necesitaba una silla de ruedas la condujo a un paciente. Un farmacéutico le ayudó a encontrar a otro. Lagrange recuerda haber sentido “mucho miedo” a medida que se sumaban los casos: otro en 2009, tres en 2010, dos en 2012, uno en 2013, otro en 2014, otro en 2015 y el último en 2019. Al final, identificó 16 casos de ELA, aunque solo nueve hombres y cinco mujeres aceptaron seguir siendo estudiados. La propia Lagrange examinó a 13 de ellos. Sus edades en el momento del diagnóstico oscilaban entre los 39 y los 75 años.
La mayoría había pasado al menos una década en Montchavin, algunos toda su vida. La mayoría eran franceses, pero también procedían de Polonia, Turquía, Canadá y el Reino Unido. Había un matrimonio: él era instructor de esquí y leñador fuera de temporada, nativo de Montchavin, y fue diagnosticado en 2005 a los 63 años; ella trabajaba en un restaurante y fue diagnosticada ocho años más tarde, a los 67 años. En consonancia con el estilo de vida de la montaña, todos menos uno habían sido muy activos físicamente. Algunos eran residentes todo el año, otros solo durante temporadas.
Un aspecto destacable de la ELA es el misterio que rodea a la causa o causas subyacentes de la mayoría de los casos. Hasta cierto punto, la enfermedad es hereditaria (entre el 10 % y el 15 % de los casos) y científicos han identificado numerosos genes que la provocan. Además, investigadores médicos han descubierto que la exposición al humo del tabaco, la contaminación atmosférica y algunas sustancias químicas industriales están asociadas a un mayor riesgo de ELA. Además, los veteranos del ejército estadounidense tienen un riesgo un 50 % mayor de padecer ELA que los no veteranos. Sin embargo, no se ha establecido una relación causa-efecto definitiva.
Lagrange descubrió que ninguno de los pacientes de Montchavin tenía antecedentes familiares de ELA y que, de los 12 cuya sangre se analizó, ninguno dio positivo en un gen de susceptibilidad a la ELA. Así que ella y sus colegas se fijaron en el ambiente. Analizaron el agua potable y la tierra de los jardines en busca de sustancias tóxicas. Analizaron un compuesto que las estaciones de esquí añaden al agua que sale de las máquinas de nieve. Hicieron pruebas de plomo, dada la presencia de una mina de plomo cerrada hace mucho tiempo en los alrededores. Midieron los niveles domésticos de radón, un gas radiactivo que emana del suelo y la piedra. Aparecían pistas aquí y allá, pero los investigadores no habían descubierto ningún factor de riesgo único y evidente que todos los pacientes tuvieran en común.
Un aspecto destacable de la ELA es el misterio que rodea a la causa o causas subyacentes en la mayoría de los casos.
En 2017, Lagrange y cinco colegas detallaron sus hallazgos en un resumen, “Un clúster de alta incidencia de ELA en los Alpes franceses: entorno común y exposiciones múltiples”, dejando claro que, después de ocho años, no había una respuesta real. “Los pacientes son vecinos y comparten muchas exposiciones, algunas de ellas conocidas por su toxicidad... Otros factores son más exploratorios”, escribieron los científicos. Mientras tanto, funcionarios de la agencia sanitaria francesa publicaron su propio análisis, afirmando que no habían encontrado pruebas de un factor de riesgo común y que la agrupación de ELA estaba “probablemente relacionada con la distribución aleatoria de los casos”.
Mirando atrás, Lagrange dice en una entrevista: “Estábamos en un punto muerto. No teníamos más ideas”.
Sin embargo, el resumen contenía una frase que resultaría crucial: seis de los pacientes, decía, “solían comer setas locales”.
Una isla de semillas sospechosas
La idea de que algo en los alimentos pueda causar ELA no surge de la nada. Procede de Guam, donde investigadores médicos estadounidenses documentaron, cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, una epidemia de enfermedades neurológicas entre los chamorros, nativos de la isla, que en la actualidad han desaparecido en gran medida. En su punto álgido, la epidemia fue tan grave, con una prevalencia más de 100 veces superior a la norma, y tan compleja, incorporando un segundo trastorno neurológico conocido como parkinsonismo-demencia, que los Institutos Nacionales de Salud abrieron una estación de investigación en la isla para estudiar la enfermedad, conocida como ELA-PDC del Pacífico Occidental.
Una larga serie de investigadores ha propuesto diferentes explicaciones causales de la ELA-PDC, desde el aluminio en el suelo hasta los virus, pasando por la genética o las proteínas anormales mal plegadas llamadas priones. El debate sigue abierto. Pero quizá la teoría más extendida se centra en las semillas de cícadas que antaño crecían en abundancia en la isla. Históricamente, los chamorros consumían estas semillas almidonadas del tamaño de una ciruela o las incorporaban a sus medicinas. Como son venenosas, una técnica culinaria tradicional consistía en remojar las semillas picadas en varios cambios de agua antes de molerlas y convertirlas en pasta o harina. Aun así, el protocolo de procesamiento no eliminaba necesariamente todas las toxinas, y ahí radica el peligro.
El principal defensor de la hipótesis de las cícadas —que la exposición a las toxinas de las semillas de cícadas puede acabar provocando ELA-PDC— es el neurocientífico ambiental Peter Spencer, de la Universidad de Salud y Ciencias de Oregón, en Portland. Durante casi cuatro décadas, él y sus colaboradores han investigado la cuestión sobre el terreno, en la clínica y en el laboratorio. En la actualidad, consideran que el origen de la ELA-PDC del Pacífico occidental es una cadena de acontecimientos similar a la de la carcinogénesis química, con una diferencia clave: en lugar de que una agresión química altere el ADN de una célula en división e inicie el crecimiento de un tumor, altera el ADN de una célula nerviosa, que no se divide, y la mata.
Spencer y sus colegas se centran en un compuesto particular de las semillas de cícadas llamado cicasina. En el organismo, una enzima convierte la cicasina en metilazoximetanol, o MAM, una sustancia muy reactiva que también se forma cuando el organismo metaboliza la hidracina, un producto químico volátil utilizado en los combustibles para cohetes y en aplicaciones industriales. Los experimentos demuestran que el MAM puede alterar el ADN (uniendo grupos metilo dañinos y reactivos al componente del ADN guanina). Aunque el cuerpo también está equipado con una enzima capaz de reparar el daño, “el cerebro humano adulto a menudo tiene niveles muy bajos de esta enzima de reparación del ADN críticamente importante”, escribió Spencer en la revista Frontiers in Neurology en 2019, en un artículo que expone sus últimas ideas sobre la ELA-PDC del Pacífico occidental. “El daño del ADN se acumula y activa las vías de señalización celular asociadas con la neurodegeneración humana”.
Cualquier neurólogo que se enfrente a un número sorprendentemente elevado de casos de ELA en una zona pequeña durante un periodo definido es probable que piense en los casos de Guam. Así que Lagrange estaba emocionada de que su compañero de investigación, el neurólogo William Camu, pudiera conocer a Spencer en una conferencia en Estrasburgo, Francia, en 2017. No la decepcionó.
Spencer, por su parte, recuerda el resumen preparado por Lagrange y Camu (publicado como un abstract), que Camu presentó en la reunión. “Observé que entre los alimentos que detallaban había setas”, recuerda Spencer. “Y les pregunté qué tipo de setas, porque un tipo concreto contiene venenos asociados al problema de Guam”.
Lagrange, que en ese momento colaboraba con Spencer y su colega cercana y cónyuge Valerie Palmer, investigadora en neurología también afiliada a la Universidad de Salud y Ciencias de Oregón, reanudó la investigación en los Alpes, se reunió con algunos pacientes y sus seres queridos y les hizo preguntas. Y descubrió que todos los pacientes habían comido morillas falsas, que emergen en primavera en bosques de Europa, Norteamérica y Asia. Las morillas falsas son tan venenosas que es ilegal venderlas en Francia.
Lagrange y sus colaboradores descubrieron que los pacientes de ELA habían buscado deliberadamente morillas falsas por sus supuestas propiedades “rejuvenecedoras”, además de por su sabor. De hecho, los pacientes de ELA se conocían entre sí y compartían activamente información sobre dónde encontrar los hongos. “Siempre están en grupo, un grupo secreto, una red social, y comen las setas”, explicó a Lagrange un anciano del pueblo. “Y todos sabían que está prohibido”.
Significativamente, la mitad de los pacientes franceses de ELA habían enfermado agudamente con anterioridad tras consumir lo que describieron como morillas.
Para demostrar que el consumo de morillas falsas y el desarrollo de ELA en este grupo era algo más que una mera coincidencia, los investigadores ampliaron su estudio para incluir un grupo de control: 48 personas de la misma zona que tenían aproximadamente la misma edad. Los sujetos de control también comieron setas silvestres, pero no morillas falsas. Hay muchas especies de morillas falsas, pero la más conocida y venenosa es la Gyromitra esculenta, uno de los tipos recolectados y consumidos por los pacientes del grupo de ELA de Montchavin.
“Dado que no se encontró ninguna otra exposición química o física significativa”, escribieron Lagrange et al en un artículo de 2021 en el Journal of the Neurological Sciences, “el principal factor de riesgo de ELA en esta comunidad parece ser la ingestión repetida de estos hongos neurotóxicos... De hecho, este es el elemento discriminante entre los habitantes afectados por ELA y los de control”.
Algunos investigadores se muestran escépticos. Jeffrey D. Rothstein, clínico y neurocientífico de la Facultad de Medicina de la Universidad Johns Hopkins especializado en ELA, dice que no está convencido de que los casos de los Alpes franceses tengan una causa común; más bien, la agrupación puede ser una mera coincidencia. “Siempre existe esa casualidad que puede hacer que las cosas ocurran”, afirma, y señala que en el pasado se ha informado de otras agrupaciones de ELA que más tarde resultaron ser aleatorias. Aunque apoya la hipótesis de las cícadas, dice que confía poco en la mayoría de las teorías que afirman que las sustancias químicas de la dieta o el ambiente desencadenan la ELA. Tiende a creer que incluso la ELA esporádica, al final, resultará ser un problema en gran medida genético.
Aun así, su mente no está totalmente cerrada al clúster en Francia. “¿Podría haber algo aquí? Claro. Pero alguien tiene que hacer algo más que este tipo de estudios de asociación poco rigurosos para demostrarlo”.
Otros están más convencidos de la importancia del estudio. Evelyn Talbott, epidemióloga ambiental de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de Pittsburgh, coautora del capítulo sobre epidemiología de la ELA en el Handbook of Clinical Neurology de 2016, dice que el estudio le parece “sólido”. Le llamó la atención, añade, el caso del marido y la mujer que comieron morillas falsas y desarrollaron ELA. Los llamados casos de ELA conyugal son excepcionalmente raros. La conclusión del estudio “levanta una bandera roja”, añade, y se pregunta por qué la Organización Mundial de la Salud no ha emitido una advertencia sobre el consumo de morillas falsas.
Carmel Armon, neuróloga de la Universidad de Loma Linda, en California, y experta en epidemiología de la ELA, afirma que el clúster francés está “bien investigado y es creíble”. Y la explicación patogénica subyacente, dice, “tiene mucho sentido para mí”.
La explicación, expuesta por Lagrange, Spencer y sus colaboradores en varios artículos, es la siguiente: la Gyromitra esculenta, cuyo propio nombre alude a la curiosa afición de los humanos por ella —esculenta significa “comestible”—, es conocida desde hace tiempo por provocar enfermedades e incluso la muerte. Tradicionalmente, los recolectores hervían o secaban los hongos para eliminar las toxinas antes de comerlos. En 1968, los científicos aislaron la toxina principal y la denominaron giromitrina. Esta sustancia química ha sido objeto de numerosos estudios. No solo es una toxina, sino también un carcinógeno. En el cuerpo humano, la giromitrina se convierte en monometilhidrazina, MMH, que puede atravesar la barrera hematoencefálica y dañar el ADN.
Para Spencer, el paralelismo entre los grupos de ELA en Guam y alrededor de Montchavin es ineludible: un alimento natural venenoso... una toxina consistente en una hidracina o metabolito de hidracina que altera químicamente el ADN... un trastorno neurológico eventual. Él ha escrito o ha sido coautor de varios artículos en los que sostiene que los resultados de Guam respaldan los resultados franceses y que ambos, a su vez, ponen de manifiesto la gran importancia de la “genotoxicidad” no solo en el cáncer, sino también en las enfermedades neurológicas: los compuestos dañan los genes de formas específicas y ponen en marcha acontecimientos que causan trastornos meses, años o décadas después. “Los mecanismos que subyacen al cáncer son probablemente muy parecidos a los que subyacen a las enfermedades neurodegenerativas”, afirma.
Para Lagrange y sus coautores, el riesgo de consumir G. esculenta es evidente. “Sería prudente informar al público de todo el mundo de la asociación con la ELA”, escribieron en su artículo de 2021, “y recomendar que las morillas falsas (gyromitres) suponen no solo un peligro para la salud y la vida a corto plazo, sino también posiblemente a largo plazo y, como tales, no deben consumirse nunca”.
Sabroso pero arriesgado
Si bien la venta de morillas falsas está prohibida tanto en Dinamarca como en Francia, en Finlandia está permitida. En los mercados se venden morillas falsas recién recolectadas en primavera. La Gyromitra esculenta apareció en un sello de correos de 1974. La Autoridad Alimentaria finlandesa avala la práctica e instruye a los cocineros para que hiervan y enjuaguen repetidamente los ejemplares frescos o secos antes de comerlos.
“Parece sacado de una película de extraterrestres, pero está delicioso”, dijo Kim Mikkola, entonces chef de un restaurante con estrella Michelin de Helsinki, en un vídeo de 2020 que lo mostraba recogiendo y preparando morillas falsas. Dice que los hongos sí contienen neurotoxinas y demuestra el proceso de desintoxicación. “Si se tratan bien son muy buenas, ácidas y con sabor parecido a la nuez. Tiene esa especie de sabor a seta del bosque... un manjar muy elegante”.
En Norteamérica, las morillas falsas también tienen atractivo, al menos entre un subconjunto de buscadores de comida. “Puede que le sorprenda que la Gyromitra esculenta se considere un manjar en algunas zonas de Estados Unidos y Escandinavia”, señala un bloguero. Pero un médico que escribió en la revista estadounidense Fungi en 2020 advierte de que quienes se empeñan en comer morillas falsas no hacen más que “ganar en una partida de ruleta rusa”.
El peligro también se aplica a los que comen los hongos por error, pensando que están disfrutando de la verdadera morilla, Morchella esculenta, que tiene un parecido superficial con su prima más venenosa. El riesgo está ampliamente documentado en Michigan, donde la búsqueda de morillas es tan popular que se celebra anualmente el Festival Nacional de la Morilla en Boyne City.
En un estudio publicado en Toxicon en junio de 2024, investigadores dirigidos por Varun Vohra, farmacólogo clínico de la Facultad de Medicina de la Universidad Estatal Wayne y director principal del Centro de Información sobre Envenenamientos y Fármacos de Michigan, documentaron 118 casos de intoxicación por morillas falsas notificados al centro entre 2002 y 2020. En el 90 % de los casos, el culpable fue identificado como Gyromitra esculenta. Los síntomas gastrointestinales —vómitos, diarrea, dolor de estómago— fueron los más comunes. Más de una docena de personas experimentaron daños hepáticos, una sufrió lesiones renales y otras notificaron síntomas neurológicos como dolor de cabeza y mareos.
Los investigadores de Michigan, sin duda, conocían bien el grupo francés de ELA. De hecho, uno de los coautores del artículo, Alden Dirks, un micólogo formado en la Universidad de Michigan que ha estudiado de cerca las setas que contienen giromitrina, había proporcionado la identificación definitiva de las morillas falsas consumidas por los pacientes en Francia.
Un “creciente cuerpo de literatura ha evocado la preocupación con respecto a una toxicidad insidiosa y crónica asociada con la exposición a la giromitrina y un vínculo potencial con la enfermedad neurodegenerativa”, escribió el equipo de Michigan en su artículo. “Se necesita investigación futura para explicar la naturaleza de estas asociaciones, especialmente teniendo en cuenta la alta prevalencia de ELA en el Medio Oeste de EE.UU. y la popularidad regional del consumo [de morillas]”. En su análisis más reciente de la ELA en la población, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades situaron a Michigan en el puesto número seis de los Estados Unidos, con una prevalencia ajustada por edad de 5,3 casos por cada 100.000 habitantes (la media estadounidense era de 4,4).
El reto de establecer causa y efecto en las enfermedades neurodegenerativas es más empinado que el sinuoso camino hacia Montchavin. Spencer y otros son conscientes de la dificultad, sobre todo con todos los años que transcurren entre la exposición y la aparición de la enfermedad. Y las pruebas retrospectivas rara vez convencen a todo el mundo. Como neuróloga clínica, Lagrange reconoce que no está equipada para realizar los tipos de cultivos celulares, modelos animales y estudios genéticos que llevarían el argumento al siguiente nivel. Su colega Camu, sin embargo, ha empezado a probar sus ideas en ratones de laboratorio.
Por ahora, dice en una entrevista vía Zoom, “creo que he hecho el trabajo. Solo soy una pequeña doctora” —separa el pulgar y el índice unos centímetros— “preocupada por la posibilidad de nuevos casos en el pueblo”.
Y no ha habido nuevos casos de ELA, dice. “Esperemos que no haya más”.
Artículo traducido por Debbie Ponchner
10.1146/knowable-012725-1
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