¿Podrían las mitocondrias ser la clave de un cerebro saludable?
Algunos investigadores sospechan que estos ancestros bacterianos que habitan en el interior de nuestras células podrían contribuir a la aparición de diversos trastornos neurológicos y psiquiátricos.
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Mucho antes de que los primeros animales nadaran por la superficie cubierta de agua de la Tierra primitiva, tuvo lugar uno de los encuentros más importantes en la historia de la vida. Una bacteria primitiva fue engullida por nuestro ancestro más primitivo —una solitaria célula individual—. Ambas se fusionaron y formaron una relación de beneficio mutuo que ha durado más de mil millones de años, en la que la segunda proporciona un hogar cómodo y seguro y la primera actúa como una central eléctrica que brinda la energía necesaria para los procesos que permiten sustentar la vida.
Esta es la mejor hipótesis que se tiene hasta la fecha con respecto a cómo surgieron los componentes celulares, u orgánulos, llamados mitocondrias. En la actualidad, en nuestro cuerpo habitan billones de estos descendientes de bacterias, que producen ATP, la fuente molecular de energía que sirve de sustento para nuestras células. A pesar de estar inextricablemente integradas en el aparato del cuerpo humano, las mitocondrias también contienen vestigios de su pasado bacteriano, como, por ejemplo, su propio ADN.
Estas características convierten a las mitocondrias tanto en componentes fundamentales de nuestras células, como en una posible fuente de problemas. Al igual que el ADN en el núcleo de nuestras células que constituye el genoma humano, el ADN mitocondrial también puede albergar mutaciones. La edad, el estrés y otros factores podrían alterar las múltiples funciones de las mitocondrias. Además, las mitocondrias dañadas pueden liberar moléculas que, debido a su similitud con las producidas por las bacterias, nuestro sistema inmunitario puede confundir con agentes invasores e iniciar una respuesta inflamatoria dañina contra nuestras propias células.
En este sentido, hay un órgano que parece ser especialmente vulnerable al daño mitocondrial: nuestro cerebro hambriento de energía. “Cuanta más energía requiere una célula, más mitocondrias tiene y más importante es la salud de esas mitocondrias —por lo que hay muchas cosas que pueden salir mal—”, dice Andrew Moehlman, investigador posdoctoral que estudia las enfermedades neurodegenerativas en el Instituto Nacional de Trastornos Neurológicos y Accidentes Cerebrovasculares (NINDS) de Estados Unidos. Según algunos cálculos, cada neurona puede contener hasta 2 millones de mitocondrias.
Actualmente, un grupo pequeño, pero cada vez mayor, de científicos está volcando su atención al rol de las mitocondrias en la salud del cerebro. Los estudios en seres humanos y animales de laboratorio —la mayoría de ellos aún preliminares— parecen indicar que estos orgánulos podrían ser clave en prácticamente todos los tipos de trastornos cerebrales, incluidos algunos trastornos del neurodesarrollo, como el autismo, enfermedades psiquiátricas, como la depresión y la esquizofrenia, y enfermedades neurodegenerativas, como la enfermedad de Parkinson. También podrían ser clave en un misterio que los investigadores que estudian los trastornos mentales llevan años tratando de dilucidar: de qué manera las predisposiciones genéticas y los factores ambientales interactúan entre sí para que las personas corran el riesgo de desarrollar estos padecimientos.
Problemas en la central de energía
En los años sesenta, investigadores descubrieron que las mitocondrias poseen un acerbo único de material genético. Las investigaciones revelaron que el ADN mitocondrial, al igual que el de las bacterias, forma una cadena circular en la que están codificados 37 genes —una fracción mínima de las decenas de miles que contiene el genoma humano—.
Poco tiempo después, en los años setenta, un estudiante de doctorado de la Universidad de Yale llamado Douglas Wallace comenzó a interesarse en el ADN mitocondrial. Wallace infirió que, como las mitocondrias eran las principales productoras de energía del cuerpo, las mutaciones en su ADN deberían provocar enfermedades. “En esa época, nadie creía que fuera razonable”, dice. Wallace recuerda que no fue hasta 1988, cuando él y sus colegas identificaron el primer vínculo entre una mutación en el ADN mitocondrial y una enfermedad humana —la neuropatía óptica hereditaria de Leber, una enfermedad que causa ceguera repentina— que los investigadores médicos comenzaron a tomar la idea en serio.
Desde entonces, investigadores han identificado docenas de vínculos entre trastornos y alteraciones en el ADN mitocondrial y el ADN nuclear vinculado a funciones mitocondriales —y, curiosamente, la mayoría de estas son de carácter neurológico o tienen algún efecto en el cerebro—. Wallace, que se desempeña como director del Centro de Medicina Mitocondrial y Epigenética del Hospital Infantil de Filadelfia, tiene una explicación sencilla: a pesar de que constituye solo el 2 % del peso corporal en los humanos, el cerebro usa un quinto de toda la energía que consume el cuerpo. De la misma manera que los electrodomésticos de alto consumo se ven afectados de manera desproporcionada cuando baja el voltaje eléctrico durante un apagón, una disminución pequeña en la actividad de las mitocondrias puede tener efectos considerables en el cerebro, explica Wallace.
Wallace está especialmente interesado en saber de qué manera las mitocondrias contribuyen a los trastornos del espectro autista. Diversos estudios llevados a cabo por varios equipos de investigación han revelado que las enfermedades mitocondriales, un cuadro de síntomas causados por anomalías en el orgánulo, tienen mucha más prevalencia en las personas con autismo (5 %) que en la población general (alrededor del 0,01 %). Además, entre un 30 y un 50 % de los niños con autismo presentan signos de enfermedad mitocondrial, tales como concentraciones anormales de ciertos subproductos de la respiración celular, el proceso mediante el cual se produce ATP.
En algunas personas con autismo, los científicos han identificado diferencias genéticas ya sea en el ADN mitocondrial o en algunos de los aproximadamente mil genes del genoma humano que se sabe que influyen en la función de las mitocondrias. Si bien se necesitan más investigaciones para establecer si estas variaciones genéticas efectivamente causan o contribuyen al autismo, un estudio realizado recientemente en ratones apunta a que podría haber algún vínculo. Wallace y sus colegas dieron a conocer en 2021 en PNAS que una mutación específica en el ADN mitocondrial puede llegar a causar rasgos similares a los del autismo en los ratones, tales como dificultad en las interacciones sociales, nerviosismo y comportamientos compulsivos.
Las alteraciones genéticas no son la única manera en que las mitocondrias podrían contribuir al autismo. Algunos factores ambientales, como los contaminantes tóxicos, se han asociado a un riesgo más alto de desarrollar este trastorno. Richard Frye, neurólogo pediátrico e investigador especializado en autismo del Hospital Infantil de Phoenix, en Arizona, y sus colegas han descubierto que estos factores también pueden perturbar la salud de las mitocondrias en las personas con autismo. En un estudio, descubrieron que la cantidad de contaminación atmosférica a la que eran expuestos los niños con autismo antes de nacer alteraba el ritmo al cual las mitocondrias producían ATP. En otro estudio, los investigadores hallaron correlaciones entre la exposición en edad temprana a metales con valor nutricional como el zinc y metales tóxicos como el plomo, y qué tan bien funcionaban los orgánulos de las personas con autismo en la etapa adulta. Según Frye, los resultados de ambos estudios parecen indicar que las mitocondrias son el eslabón faltante entre el autismo y las influencias ambientales que contribuyen a este trastorno.
“Aún es demasiado pronto para sacar conclusiones definitivas acerca de muchas de estas cosas, pero parece claro las mitocondrias están alteradas en muchos niños con autismo”, dice Frye. “Y es posible que exposiciones ambientales, especialmente a una edad temprana, estén programando a las mitocondrias para que tengan distintos tipos de fisiologías respiratorias”.
Investigadores también han descubierto signos de disfunción mitocondrial, tales como alteraciones en la forma en que se metaboliza el azúcar para generar energía, en personas con esquizofrenia y depresión. Además, algunos estudios también indican que las mitocondrias podrían ser sensibles a uno de los factores de riesgo de muchas enfermedades mentales: el estrés psicológico durante las etapas tempranas de la vida. Por ejemplo, las personas que sufren eventos traumáticos durante la niñez parecen tener una cantidad mayor de genomas mitocondriales por célula. Este incremento del ADN mitocondrial —que puede ser indicativo de la formación de mitocondrias nuevas— podría ocurrir para compensar algunos problemas en el orgánulo, de acuerdo con Teresa Daniels, investigadora especializada en psiquiatría biológica de la Universidad Brown, donde trabaja para responder esta pregunta. Daniels es coautora de un artículo publicado en 2020 en Annual Review of Clinical Psychology en el que se trata el papel que desempeñan las mitocondrias en los trastornos psiquiátricos.
Si bien la disfunción mitocondrial es común en una amplia variedad de trastornos mentales, aún no está claro si las anomalías en estos orgánulos son la causa principal de estos trastornos o si son un efecto secundario, señala Robert McCullumsmith, físico-científico de la Universidad de Toledo que estudia los trastornos cerebrales, pero no está involucrado en el trabajo con las mitocondrias. “Es como el problema de la gallina o el huevo”, dice. Sin embargo, McCullumsmith agrega que es importante estudiar el papel que desempeñan las mitocondrias en estos trastornos, y él ve señales prometedoras de que los tratamientos dirigidos a las mitocondrias podrían resultar beneficiosos para los pacientes, aun si no curen estos trastornos.
Cuando un amigo se convierte en enemigo
Cuando las mitocondrias se dañan o dejan de funcionar, una de las consecuencias es que simplemente se produce menos ATP y, por lo tanto, menos energía para el funcionamiento normal del cerebro. Sin embargo, otra manera en la que las mitocondrias podrían contribuir a los trastornos mentales tiene relación con su pasado ancestral.
Al ser descendientes de bacterias, las mitocondrias tienen ADN y otros componentes que pueden ser liberados cuando las células se dañan o son agredidas y que nuestro sistema inmunitario podría confundir con una amenaza externa. En 2010, un grupo de investigadores de la Universidad de Harvard observó una liberación rápida de ADN mitocondrial hacia el torrente sanguíneo en personas con lesiones físicas graves —tales como fracturas o hemorragias causadas por accidentes automovilísticos—. Esto, a su vez, atrajo células inmunitarias y provocó una respuesta inflamatoria considerable similar a una septicemia —una afección potencialmente mortal en la que el sistema inmunitario ataca a los tejidos propios del cuerpo—.
Pocos años después, A. Phillip West, que por aquel entonces era investigador posdoctoral en la Universidad de Yale, y sus colegas demostraron que el ADN puede salirse de las mitocondrias y activar el sistema inmunitario incluso en ausencia de estas lesiones graves —por ejemplo, cuando se produce una carencia de una proteína clave en los orgánulos—.
La inflamación causada por la liberación de ADN mitocondrial podría contribuir al daño que se suele observar en enfermedades neurodegenerativas como el síndrome de Parkinson, la enfermedad de Alzheimer y la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), según un número cada vez mayor de estudios. En otras líneas de investigación, científicos han identificado vínculos entre estos trastornos con tanto la inflamación como la incapacidad para eliminar adecuadamente las mitocondrias dañadas de las células. La inflamación provocada por las mitocondrias podría ser el eslabón faltante entre ambos.
Por ejemplo, las mutaciones en dos genes relacionados con algunos tipos hereditarios de enfermedad de Parkinson —PINK1 y PRKN— pueden llegar a provocar problemas en el proceso mediante el cual las mitocondrias dañadas se descomponen y eliminan de la célula. En 2019, un grupo dirigido por Richard Youle del NINDS demostró que, en los ratones que presentan mutaciones en PINK1 y PRKN, el daño mitocondrial (ya sea causado por el ejercicio físico extenuante o mediante la alteración del ADN mitocondrial) activaba las moléculas inflamatorias. Estos animales también perdieron neuronas productoras de dopamina en su cerebro y presentaron problemas de movimiento —signos distintivos de la enfermedad de Parkinson—. Sin embargo, no se observaron estos efectos cuando los investigadores repitieron el experimento en ratones que fueron modificados para que no expresaran una molécula inflamatoria importante. En conjunto, estos hallazgos ilustran que, en los animales predispuestos genéticamente a la enfermedad de Parkinson, el estrés o las alteraciones en el ADN mitocondrial podrían provocar la inflamación que promueve la enfermedad.
Si bien se necesitan más estudios para establecer si este mismo proceso ocurre en los humanos, “hay muchos datos que indican que la incapacidad para mantener las mitocondrias saludables es uno de los eventos patológicos tempranos que conducen a la aparición de síntomas de enfermedad de Parkinson”, dice Moehlman, coautor junto a Youle de un artículo publicado en 2020 en Annual Review of Cell and Developmental Biology, en el que se trata de qué manera los problemas en las mitocondrias pueden llegar a provocar enfermedades neurodegenerativas.
A medida que aumenta la evidencia que indica que la liberación de ADN mitocondrial es algo negativo, algunos investigadores están centrando su atención en el porqué. Muchos procesos podrían estar en juego, dice West, que actualmente trabaja como inmunobiólogo en la Universidad de Texas A&M. Un escenario, dice él, es que el orgánulo expulsa concentraciones bajas y constantes de ADN en el tiempo, y cuando este proceso es exacerbado por factores genéticos o ambientales, la acumulación puede alcanzar un nivel en el que comienzan a ocurrir enfermedades.
El estrés psicológico podría ser uno de esos factores. En un estudio publicado en 2019, Martin Picard, psicobiólogo especialista en mitocondrias de la Universidad de Columbia, y sus colegas observaron que, tras una breve actividad de hablar en público en la que se pidió a los participantes defenderse de una supuesta transgresión, la concentración de ADN mitocondrial libre en el torrente sanguíneo aumentó, lo que indicaba que las mitocondrias habían expulsado su material genético.
Este tipo de daño mitocondrial y expulsión de ADN podría contribuir a la aparición de enfermedades humanas en las que parece intervenir la inflamación, incluso en ausencia de infecciones, tales como cáncer, enfermedades autoinmunitarias y trastornos neurodegenerativos, dice West.
West y otros también sospechan que la inflamación provocada por las mitocondrias podría ser una de las principales causas del envejecimiento. En un estudio reciente, el equipo de West demostró que unos ratones manipulados genéticamente para que tuvieran ADN mitocondrial inestable envejecían más rápido y presentaban problemas tales como pérdida de pelo y densidad ósea, además de muerte prematura. Cuando se eliminaban los elementos del sistema inmunitario activados por el ADN mitocondrial, el proceso se revertía y la longevidad de los animales aumentaba en alrededor de 40 días. (Estos hallazgos fueron compartidos antes de ser publicados en bioRxiv y aún no han sido revisados por pares). Si se tienen en cuenta estos resultados en investigaciones futuras, podrían servir de prueba para demostrar que el envejecimiento, al menos en estos ratones, es causado en parte por el daño mitocondrial, dice West.
Mitocondrias multipropósito
Las mitocondrias tienen otras funciones que contribuyen a mantener una función cerebral saludable —o a causar problemas cuando se salen de control—. Por ejemplo, las mitocondrias ayudan a controlar el balance de un subproducto potencialmente tóxico del metabolismo celular llamado especies de oxígeno reactivo y la síntesis de hormonas del estrés, como el cortisol. Las mitocondrias también son tremendamente dinámicas, ya que se comunican unas con otras mediante moléculas transmisoras de señales y conexiones físicas. Además, están en un constante proceso de fisión, en el que una mitocondria se divide en dos más pequeñas, o fusión, en el que se unen. Estas constantes interacciones también pueden influir en la función cerebral y en la conducta de formas que los investigadores recién comienzan a comprender.
Carmen Sandi, neuróloga conductual del Instituto Federal Suizo de Tecnología, y su equipo investigaron las mitocondrias de ratones con niveles altos de comportamientos de ansiedad, tales como menor voluntad para pasar tiempo en espacios abiertos. Descubrieron que, en estos animales, las mitocondrias de las neuronas del núcleo accumbens, un área del cerebro relacionada con el procesamiento de las recompensas, eran menos hábiles para producir ATP que las de los animales que presentaban niveles más bajos de ansiedad. Los animales con alto grado de ansiedad también presentaban concentraciones más bajas de una enzima relacionada con la fusión —el proceso que permite a las mitocondrias unirse y mezclar su contenido para apoyarse en tiempos de necesidad—. Los investigadores descubrieron que, al aumentar la concentración de esta proteína, no solo se restituía la función mitocondrial, sino que también disminuían los comportamientos de ansiedad.
Hallazgos como estos dan a los científicos la esperanza de poder algún día desarrollar tratamientos contra los trastornos mentales que estén dirigidos a estos orgánulos. Por ejemplo, Frye comenzó recientemente un ensayo clínico para investigar si los suplementos nutritivos pueden revertir las anomalías mitocondriales que su equipo descubrió en los niños con autismo. Wallace agrega que los investigadores ya conocen muchos tratamientos que podrían potenciar la función de las mitocondrias —desde medicamentos hasta intervenciones conductuales, como el ejercicio físico—.
Nos llevará tiempo probar dichas intervenciones. Por el momento, los científicos están ocupados tratando de comprender la multitud de funciones que cumplen las mitocondrias en el cerebro. Si bien la mayoría de estos estudios aún son preliminares, los datos provenientes de diversas disciplinas —como neurociencia, inmunología y psicología— tienen a los científicos entusiasmados con respecto al futuro. Hay mucho espacio para descubrir cosas nuevas sobre las mitocondrias, dice Sandi. “Creo que hacen mucho más de lo que los neurocientíficos creían en el pasado”.
Artículo traducido por Language Scientific
10.1146/knowable-040623-1
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