Las ranas se defienden de un hongo letal
Científicos observan signos de resistencia a las infecciones que han acabado con las poblaciones mundiales de anfibios —y elaboran estrategias para ayudar en la lucha en Australia—.
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Hace más de tres décadas, investigadores de anfibios de todo el mundo se reunieron en Canterbury, Inglaterra, para celebrar el primer Congreso Mundial de Herpetología —y, entre tragos, compartieron la misma aterradora historia—.
Las ranas estaban desapareciendo en la naturaleza, y nadie podía explicar por qué.
Fue “una época aterradora”, recuerda el veterinario australiano Lee Berger, que en los años noventa fue uno de los primeros en identificar al culpable: un hongo quítridio transmitido por el agua conocido como Batrachochytrium dendrobatidis, o Bd.
Los científicos saben ahora que la sigilosa amenaza se originó en el este de Asia y probablemente fue propagada inadvertidamente por el hombre a todos los continentes excepto Antártica.
Este hongo parásito puede ser tan transmisible como es letal, acabando con poblaciones enteras de algunas ranas en cuestión de semanas. Y hasta hace poco ha resultado prácticamente imparable. A pesar de más de 25 años de intensos estudios, los conservacionistas no han ideado una panacea que pueda prevenir las infecciones por Bd o salvar poblaciones de ranas después de que contraigan la quitridiomicosis, enfermedad cutánea causada por el Bd.
Se ha implicado al hongo Bd en el declive y posible extinción de unas 200 especies de ranas.
Sin embargo, hoy Berger y otros investigadores son optimistas. Hay pruebas de que algunas ranas están desarrollando resistencia de forma natural. Los científicos también intentan aprovechar la sensibilidad del hongo a la temperatura construyendo hábitats libres de Bd o trasladando a las ranas a lugares donde el hongo no pueda sobrevivir. Otros están investigando virus que atacan al Bd y puedan utilizarse para reducir su virulencia. Estas estrategias innovadoras surgen como pequeños rayos de esperanza en un paisaje por lo demás sombrío.
La quitridiomicosis mata porque la piel es parte integral del sistema cardiovascular de la rana. Cuando el hongo quítridio coloniza la piel, los electrolitos no pueden absorberse. Esto altera los ritmos eléctricos del corazón, y los animales mueren de insuficiencia cardiaca.
Pero, aunque es implacablemente eficaz a la hora de acabar con algunas especies de ranas, el hongo es muy vulnerable al calor: las temperaturas superiores a 30 grados Celsius (unos 85 grados Fahrenheit) ralentizan la progresión de la enfermedad.
La rana acorazada de los trópicos húmedos de Queensland, Australia, parece haber cambiado de hábitat, lo que le ha permitido aprovecharse de este talón de Aquiles fúngico. La rana, que se creía extinta desde hace casi 20 años, ya no habita en las zonas sombreadas cercanas a las cascadas de montaña del bosque. Pero persiste una población en zonas más cálidas y soleadas. Tal vez se deba a que las ranas pueden descansar durante la noche sobre rocas expuestas al sol, lo que eleva su temperatura corporal lo suficiente como para evitar la enfermedad, explica el biólogo Conrad Hoskin, de la Universidad James Cook de Queensland.
Desde 2013, Hoskin ha estado trasplantando ranas acorazadas de la población superviviente a nuevos hábitats igualmente soleados y vigilando de cerca la salud de estas nuevas colonias.
En un esfuerzo más amplio, Hoskin y sus colegas han evaluado recientemente el hábitat de 55 especies de ranas del este de Australia, entre ellas 25 afectadas por la enfermedad. Descubrieron que, aunque el hongo ha reducido el área de distribución de las especies afectadas, estas persisten en zonas más cálidas y bajas, donde llueve más.
Otros investigadores también han intentado trasladar grupos de ranas infectadas con Bd, ya sea para salvar poblaciones moribundas, o para propagar las que se están recuperando. De las 15 reubicaciones intentadas en Australia en los últimos 20 años, siete poblaciones aún persisten y tres están prosperando.
Proporcionar comodidades a las ranas también ha ayudado. El biólogo Anthony Waddle, de la Universidad Macquarie en Sídney, construyó refugios térmicos con grandes ladrillos prefabricados con agujeros del tamaño perfecto para ranas verdes y doradas. Las ranas enfermas que pasaban el rato en estos “saunas para ranas” tenían menor carga de infección que las que convalecían a la sombra, según informaron Waddle y sus colegas en 2024 en Nature.
A medida que continúan estos avances incrementales, los científicos se apresuran a averiguar por qué algunas especies de ranas son más sensibles a la enfermedad que otras. La bióloga conservacionista Tiffany Kosch, que trabaja con Berger en el One Health Research Group de la Facultad de Veterinaria de la Universidad de Melbourne, adopta un enfoque genético. Kosch ha secuenciado recientemente el genoma de la Pseudophryne corroboree, una rana de color negro y amarillo brillante de la que sobreviven 50 o menos ejemplares en libertad. Si los científicos consiguen averiguar qué versiones concretas de los genes están asociadas a la resistencia a la enfermedad, podrán criar y liberar ranas resistentes, o incluso introducir por ingeniería genética la resistencia a la enfermedad en las Pseudophryne corroboree.
Los investigadores también han descubierto un virus de hongos que parece infectar a cepas más débiles de Bd, es decir, patógenos para el patógeno. Aunque aún queda mucho para que estos virus puedan combatir la enfermedad, algún día podrían convertirse en otra arma. “En la versión de ciencia ficción, se rocía el virus en el campo y todas las ranas sobreviven: esa es la esperanza”, afirma el micólogo Jason Stajich, de la Universidad de California en Riverside, coautor de un reciente informe sobre el virus publicado en Current Biology.
Berger, coautor de una actualización sobre las ranas australianas y el hongo Bd en el Annual Review of Animal Biosciences 2024, afirma que, a pesar de las pérdidas, el optimismo es clave para trabajar en conservación. “Hay que tomar la decisión de centrarse en lo positivo”.
De hecho, queda mucho trabajo por hacer para evitar nuevos descensos y extinciones, afirma la ecóloga Andrea Adams, de la Universidad de California en Santa Bárbara. “No podemos permitirnos el lujo de no hacer nada”.
Artículo traducido por Debbie Ponchner
10.1146/knowable-120224-1
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