El sorprendente y complicado arte de mantener bancos de semillas
Para salvaguardar las plantas amenazadas, la ciencia debe desentrañar la biología oculta de las semillas cuando envejecen, duermen y se despiertan.
Manténgase informado
Suscríbase al boletín de noticias de Knowable en español
En un día helado de principios de enero, cuando los árboles y arbustos de Berlín yacen en profundo letargo, es difícil imaginar que haga mucho más frío. Pero entonces llego al Banco de Semillas de Dahlem, en los jardines botánicos de la ciudad alemana, y la botánica Elke Zippel me guía hasta una cámara helada en el sótano, a una temperatura de -11,2 grados Fahrenheit (-24 grados Celsius), y el calor se escapa de mi cuerpo.
A nuestro alrededor hay estanterías de tarros de vidrio repletos de frascos de semillas. “Hay millones de semillas”, dice Zippel: algunas minúsculas y negras, otras parecidas al arroz y también pequeñas, marrones, como guijarros. Las temperaturas de aquí las han sumido en un profundo letargo destinado a preservarlas para la eternidad.
Eso se ha hecho por una buena razón. Las más de 12.000 colecciones del banco incluyen semillas de muchas especies europeas raras o amenazadas, desde el Arnica montana, una hierba de hojas peludas con propiedades curativas que ha perdido gran parte de su hábitat de tierras bajas a causa de la agricultura intensiva, hasta la Gentianella uliginosa, una flor de pétalos púrpura que habita en los pantanos y se ha convertido en una de las plantas más raras del continente. En todo el mundo, plantas silvestres como estas, miembros vitales de los ecosistemas y productos únicos de eones de evolución, están perdiendo terreno. En los últimos 250 años, unas 570 especies han resultado extintas debido a la destrucción del hábitat, las especies invasoras y otras amenazas.

Botánicos del Banco de Semillas de Dahlem, en Berlín, realizan pruebas de germinación con semillas de Gentianella uliginosa, una planta de flores púrpuras que habita en pantanos amenazados (panel superior). El objetivo es comprobar si el éxito de la germinación puede mejorarse en presencia de determinados hongos (panel inferior).
CRÉDITO: ULLABRITTOLAND / iNATURALIST (ARRIBA), KATARINA ZIMMER (ABAJO)
Las semillas ofrecen una forma rentable de preservar las plantas para las generaciones futuras —de ahí los intensos esfuerzos por almacenar las semillas de los cultivos agrícolas—. Se dispone de mucho menos dinero para preservar las semillas de plantas amenazadas y raras, pero las instalaciones de Dahlem, como muchos bancos de semillas de todo el mundo, se esfuerzan por hacerlo, proporcionando una última línea de defensa contra las extinciones y una reserva de diversidad para apoyar a las poblaciones menguantes.
Pero conservar las semillas para un uso futuro no es tarea sencilla. Aunque las semillas son seres vivos que respiran, muchas entran en un profundo letargo metabólico llamado latencia, resistiendo de forma desafiante a germinar hasta que llega el momento adecuado para que ellas broten. Puede ser difícil despertarlas. Y aunque algunas semillas pueden sobrevivir mucho tiempo en este estado de letargo, muchas envejecen y caducan, incluso en condiciones de almacenamiento idóneas.
Poco a poco, la investigación está desvelando qué mantiene a las semillas en el sueño profundo, cómo envejecen y mueren, y cómo revivirlas cuando ha llegado su hora.
“Cada especie es un pequeño misterio”, afirma el botánico Wesley Knapp, director general del Center for Plant Conservation, con sede en California. “Esto es realmente ciencia de primera línea, en muchos sentidos, y estamos tratando de averiguar lo que estas plantas muy raras pueden necesitar”.
Vida y muerte de una semilla
Las semillas son esencialmente embriones vegetales, que surgen cuando el polen se posa en una flor y fecunda un óvulo; los embriones suelen estar envueltos por tejidos que les proporcionan energía, una cáscara y, a veces, frutos carnosos. Para el jardinero aficionado, puede parecer sorprendente que se conozca tan poco de muchas de ellas. Al fin y al cabo, la mayoría de las especies de plantas cultivadas y domesticadas —pensemos en las petunias o los tomates— han sido criadas para brotar rápidamente con tierra, luz y agua. Siempre que las semillas se planten en la tierra antes de su fecha de caducidad, su metabolismo entrará en acción, las células se dividirán, brotará una raíz y la planta empezará a crecer.
Pero las plantas silvestres están hechas para viajar en el tiempo. Para muchas de ellas, cuando sus semillas se secan y entran en estado de latencia, su metabolismo se detiene y se resisten a germinar durante meses, años o incluso décadas. Las plantas hacen esto como una estrategia de cobertura para evitar que su descendencia brote de inmediato, en caso de que las condiciones sean malas para las plántulas jóvenes —como en medio de un verano seco, durante una sequía prolongada o cuando hay demasiada vegetación competidora—.
Los científicos han descubierto que las plantas madre pueden tener en cuenta las condiciones ambientales y enviar señales a las semillas en desarrollo para prolongar o acortar el letargo. Por ejemplo, cuando la Arabidopsis thaliana, una planta muy estudiada en el laboratorio, experimenta temperaturas inusualmente bajas, carga los tejidos de sus frutos con ciertas proteínas que modifican la actividad de los genes en las semillas en desarrollo para que permanezcan latentes más tiempo.
Pero, ninguna semilla vive para siempre. Aunque los científicos afirman haber revivido una semilla de palmera datilera de 2.000 años de antigüedad procedente de un yacimiento arqueológico de Medio Oriente, estos casos son la excepción. Knapp se ha esforzado por revivir semillas centenarias de plantas ya extintas (vea el recuadro). Y en un experimento que lleva rastreando semillas de 91 especies de plantas autóctonas de California desde 1947, muchas semillas perdieron la capacidad de germinar en las primeras décadas, afirma Christina Walters, bióloga de semillas del Departamento de Agricultura de EE.UU. que es curadora del estudio.
Sin embargo, exactamente por qué y cómo envejecen y mueren las semillas es algo que los científicos aún están tratando de entender. Cuando las semillas se secan —como ocurre con la mayoría de las semillas en estado latente—, las células de su interior pasan de un estado fluido a un estado sólido y vítreo que las protege de la degradación. Sin embargo, Walters sospecha que las semillas sufren pequeños cambios físicos y químicos con el paso del tiempo; las moléculas de sus células sufren pequeñas reorganizaciones y pierden capacidad para impulsar procesos vitales como la producción de energía y proteínas.
En última instancia, el daño alcanza un punto de no retorno, dice Walters, que está tratando de identificar el punto de inflexión preciso. “La semilla está viva, está viva, está viva y luego muere”, afirma.
Prolongar la vida de las semillas
Afortunadamente para las plantas amenazadas, hay formas de alargar la vida de las semillas. En el Banco de Semillas de Dahlem, Zippel me lleva por una serie de salas para preparar las semillas para la congelación: una para secarlas, otra para limpiarlas de material frutal y polvo. El secado de las semillas las lleva al estado vítreo deseado y la congelación reduce aún más el movimiento molecular. Según Zippel, esto puede alargar la vida de las semillas desde unas décadas hasta cientos de años.

En la sala de secado del Banco de Semillas de Dahlem, en Berlín, la botánica Elke Zippel manipula plantas recogidas para conservar especímenes de plantas secas, así como sus semillas.
CRÉDITO: KATARINA ZIMMER
Pero no todas las semillas pueden conservarse de este modo —funciona para las semillas “ortodoxas” que pueden secarse, lo que es clave para congelarlas de forma segura—. Las semillas “recalcitrantes”, como las bellotas y las castañas, contienen mucha agua y no toleran el secado. Congelar estas semillas en condiciones normales hace que el agua de su interior se expanda, aplastando y matando las células.
Aquí es donde entra en juego la criopreservación, explica la criobióloga y especialista en semillas Manuela Nagel, del Instituto Leibniz de Genética Vegetal e Investigación de Plantas de Cultivo, coautora de un artículo sobre criopreservación publicado en el Annual Review of Plant Biology de 2024. El método más común consiste en congelar muy rápidamente el tejido vegetal a temperaturas ultrabajas —por lo general, colocándolo en nitrógeno líquido por debajo de -238 grados Fahrenheit (-150 grados Celsius)— para que no dé tiempo a que se formen cristales de hielo. Pero cada especie parece necesitar su propio protocolo de crioconservación. “Averiguar qué tolera la planta puede ser todo un reto y llevar años”, afirma Nagel.
En el Banco de Semillas del Milenio del Real Jardín Botánico de Kew, con sede en Sussex, por ejemplo, la bióloga especializada en semillas Louise Colville trabaja en la criopreservación de bellotas de especies de roble británico. Su trabajo forma parte del esfuerzo de Kew por crear un criobanco de plantas que no pueden conservarse en los bancos de semillas tradicionales. Como incluso la crioconservación requiere que los tejidos tengan el menor contenido de agua posible, ella y sus colegas suelen extraer los embriones de roble del interior de las bellotas, secarlos parcialmente y congelarlos rápidamente.
Pero ha sido necesario mucho ensayo y error para conseguir que esto funcione. Los tejidos embrionarios se oscurecen en cuanto se exponen al aire y parecen extremadamente sensibles al secado y a la exposición al nitrógeno. “Incluso con un protocolo excelente, una tasa de supervivencia del 40 % se considera buena”, afirma Colville.
Colville y sus colegas también intentan crioconservar semillas de praderas marinas para contribuir a la restauración de hábitats marinos cubiertos de hierba. También esperan conservar polen, esporas, puntas de brotes y yemas latentes de plantas que no producen semillas. “Realmente abre la posibilidad de conservar una gama mucho más amplia de especies”, afirma.
Pero la crioconservación, al igual que los bancos de semillas, no proporciona una longevidad infinita. Y la única forma de saber cuándo una colección de semillas ha dejado de existir es hacer pruebas de germinación periódicas, que llevan mucho tiempo y corren el riesgo de agotar las valiosas colecciones de semillas cuando se trabaja con especies raras.

En un frígido sótano del Banco de Semillas de Dahlem, a -11,2 grados Fahrenheit (-24 grados Celsius), se conservan semillas de una gran variedad de especies europeas. Muchas de ellas son de plantas amenazadas y raras.
CRÉDITO: KATARINA ZIMMER
Por eso Walters explora otras formas de medir la viabilidad de las semillas y predecir su esperanza de vida. Ha aprendido, por ejemplo, que los pequeños pedacitos de material genético llamados ARN se convierten en fragmentos con el tiempo —y esto podría medirse extrayendo moléculas de ARN de las semillas y clasificándolas por tamaño—. Esto sirve como una especie de reloj que refleja la edad de una semilla.
Las moléculas de aceite de las semillas también se rompen y crean impurezas que afectan a la cristalización de los aceites cuando se enfrían. Estos cambios se ponen de manifiesto al analizar la cantidad de energía que absorben las semillas cuando se calientan por encima del punto de fusión de sus grasas, lo que puede hacerse sin destruir las semillas.
Si los investigadores pudieran detectar los descensos de viabilidad con suficiente antelación mediante estos métodos, sería más fácil saber cuándo cultivar plantas a partir de semillas mientras aún puedan germinar, y recoger sus semillas para almacenarlas, manteniendo viva la colección.
Semillas rebeldes
Incluso si las semillas son viables, despertarlas puede ser un reto en sí mismo. De hecho, la propia definición de latencia es que las semillas no brotan, aunque se les proporcione tierra, agua y luz. “Si una semilla no quiere germinar porque no es el momento adecuado, no germinará”, dice Zippel.
Algunas semillas, como las de muchas plantas de la familia del apio y la zanahoria, necesitan tiempo para que sus embriones maduren completamente tras abandonar la planta madre, y no brotan hasta semanas o meses después. Los frijoles suelen tener una cubierta de semilla muy dura que impide la entrada de agua, y solo cuando esta se rompe —por algo como el calor de un incendio forestal, el ácido del estómago de un pájaro, un bisturí o una lija— puede entrar el agua y despertar la semilla.
Pero la forma más común de latencia de las semillas es también la más difícil de revertir. En estos estados, las semillas absorben agua, lo que acelera su metabolismo. Pero luego el metabolismo se reduce rápidamente y vuelven a dormirse, explica el fisiólogo de semillas Dennis Brandt, de la Universidad de Münster, Alemania. Los investigadores han descubierto que estas semillas resisten la germinación manteniendo un cierto equilibrio de dos hormonas vegetales —ácido abscísico y giberelina— en su interior.
Existe una tensión entre estas dos hormonas. El ácido abscísico pone en marcha una cascada de reacciones bioquímicas que reprimen la división celular y el crecimiento, mientras que la giberelina tiene el efecto contrario. Hasta que la balanza se incline a favor de la giberelina, la semilla seguirá dormitando.

En algunas semillas, el paso de la latencia a la germinación está controlado por un equilibrio entre dos clases de hormonas vegetales: el ácido abscísico, que mantiene la latencia reprimiendo la división celular, y las giberelinas, que desencadenan la germinación estimulando el crecimiento. Las semillas han desarrollado elaborados mecanismos para inclinar la balanza a favor de las giberelinas en respuesta a determinados desencadenantes, como la luz o los cambios de temperatura. Solo entonces pueden las semillas empezar a crecer.
Y eso es solo una parte del rompecabezas. Más recientemente, los científicos se han dado cuenta de que una proteína llamada “Retraso de la germinación 1” —o DOG1, por sus siglas en inglés— también desempeña un papel importante en la prolongación de la latencia. Lo hace actuando sobre otras proteínas y genes, con los detalles aún por descifrar. Según Brandt, muchas semillas necesitan tanto ácido abscísico como DOG1 para mantener su estado de latencia.
¿Qué esperan exactamente las semillas? La respuesta —condiciones ideales para la germinación— ha llevado a la evolución de elegantes activadores. Algunas semillas tienen moléculas detectoras de luz, llamadas fitocromos, bajo su cubierta, que estimulan la producción de giberelina en presencia de luz roja —las únicas longitudes de onda que atraviesan el dosel de un bosque y señalan un lugar sombreado y protegido para germinar—. Otras semillas necesitan oscuridad, para asegurar la germinación en capas profundas del suelo. Y algunas necesitan un periodo de frío, que indique el final del invierno y la llegada inminente de la primavera. Ese frío, en algunas plantas, desencadena cambios en las cantidades de DOG1 y la destrucción del ácido abscísico, para que el metabolismo de una semilla entre plenamente en acción.
Según Brandt, distintas poblaciones de una misma especie pueden tener latencias más fuertes o más débiles en función de sus necesidades en entornos diferentes. Y también pueden darse diferencias en la descendencia de una misma planta, de modo que no todas las semillas germinen al mismo tiempo. Esto podría ser beneficioso cuando se produce un repentino periodo de calor primaveral seguido de una ola de frío, añade, “posiblemente matando a las plántulas que germinaron antes, pero probablemente no a las que aún no germinaron”.
Y aún queda mucho por aprender: los científicos se han centrado sobre todo en modelos de laboratorio bien estudiados, como la Arabidopsis thaliana, y solo están arañando la superficie de los procesos de latencia en muchas especies, dice Brandt, especialmente las raras y exóticas que más necesitan ser conservadas.
Detener la latencia
Mientras que algunas especies tienen factores desencadenantes de la germinación simples y obvios, otras han desarrollado soluciones únicas y, a veces, muy elaboradas.
“Muchas especies de la familia de las liliáceas necesitan una estratificación cálida y húmeda antes de la fría y húmeda, y cuando se las vuelve a poner en una situación cálida, finalmente germinan”, explica el ecólogo vegetal Michael Kunz, del Jardín Botánico de Carolina del Norte.
La Physaria globosa, una mostaza de flores amarillas que está perdiendo su hábitat a causa de las carreteras y la agricultura, tiene factores desencadenantes de la germinación que varían mucho entre poblaciones e incluso dentro de las mismas plantas madre. En el Jardín Botánico de Misuri, el ecólogo Matthew Albrecht ha descubierto que las semillas responden de forma variable a distintas combinaciones de luz, temperatura y aumento de los niveles de nitratos a su alrededor, lo que indica que la vegetación que rodea a la semilla se ha descompuesto, proporcionando nutrientes y espacio para las jóvenes plántulas.
“Las especies que tienen esta estrategia de latencia de las semillas son algunas de las más difíciles de tratar”, afirma Albrecht.

Las semillas de la Physaria globosa, una planta de la familia de la mostaza, pueden tener desencadenantes de germinación notablemente diferentes. Las semillas de distintas poblaciones, o incluso de la misma planta madre, responden a distintas combinaciones de luz, temperatura y cambios químicos en el suelo. Descubrir cómo germinan estas semillas puede ayudar a preservar la especie, que está perdiendo su hábitat a causa de la construcción de carreteras y la expansión agrícola.
CRÉDITO: MATTHEW ALBRECHT
Y hay semillas, como las de la remolacha silvestre y ciertas plantas de la familia de las umbelíferas, que algunos científicos dicen que no pueden conseguir que broten hagan lo que hagan. Los investigadores calculan que solo saben con seguridad cómo propagar menos del 10 % de las 1.200 especies raras almacenadas en los bancos del California Plant Rescue, un esfuerzo interinstitucional que recoge y conserva semillas de todo el estado. “Si todo lo que tuviéramos que hacer fuera recoger las semillas, almacenarlas y no volver a ocuparnos de ellas nunca más, eso sería una cosa”, dice Naomi Fraga, que dirige los programas de conservación del Jardín Botánico de California, una de las organizaciones miembros del rescate. Pero, añade, “si no sabemos cómo cultivarlas, ¿qué sentido tiene?”.
Algunos factores desencadenantes han tardado décadas en resolverse. A mediados de los noventa, el ecólogo y botánico Kingsley Dixon, de la Universidad de Australia Occidental, se esforzaba por cultivar plántulas de docenas de especies necesarias para un proyecto de restauración de una explotación minera. Como esas plantas han evolucionado para brotar tras los incendios forestales —cuando las llamas han eliminado a sus competidoras y han producido suelos ricos en nutrientes—, Dixon se preguntó si exponerlas al calor rompería su letargo. Pero el efecto fue escaso.
Tras obtener una pista en una conferencia de investigadores sudafricanos, se dio cuenta de que el desencadenante podía ser el humo. Y, efectivamente, cuando sopló humo de hojas quemadas en una tienda de germinación o vertió agua infundida con humo sobre el suelo, surgieron pequeños brotes de las semillas del lirio con flecos de pétalos morados.
Once años después, el equipo de Dixon identificó por fin, entre 4.000 compuestos químicos, las moléculas específicas del humo que desencadenan la germinación en cientos de especies australianas y muchas de otros lugares. El equipo las denominó karrikins, en honor a una palabra para designar el fuego utilizada por los aborígenes noongar. Las sustancias químicas se producen probablemente en la parte delantera del fuego, que produce vapor, y se filtran con el agua a través del suelo hasta las semillas, que “lo encuentran irresistible”, afirma Dixon. Algunas investigaciones sugieren que karrikins estimula la producción de giberelinas, impulsando el crecimiento.
En 1998, Dixon revivió una especie que se temía extinta: la grevillea de Corrigin. La planta había sido vista por última vez décadas antes, creciendo junto a una carretera en la ciudad de Corrigin, en el cinturón de trigo del oeste de Australia, donde la mayor parte de los terrenos han sido talados para la agricultura. Los científicos marcaron el punto y cruzaron los dedos para que aún quedaran semillas latentes en el suelo. Cuando Dixon y sus colegas llegaron, levantaron tiendas de campaña alrededor de la zona, echaron humo y, por fin, vieron brotar las plántulas. “Fue extraordinario”, recuerda Dixon.
Desde entonces, los botánicos australianos utilizan el humo para despertar las semillas dormidas. En los últimos tres años, han revivido una prima casi extinta de la grevillea de Corrigin, la grevillea de Foote, y una pequeña hierba amenazada conocida como Sowerbaea multicaulis.

La planta australiana Grevillea scapigera, conocida como grevillea de Corrigin (panel inferior), se creía extinta. Pero en el lugar donde fue vista por última vez, los científicos lograron despertar semillas que yacían dormidas en el suelo exponiéndolas al humo, que arrojaron en carpas levantadas alrededor del lugar (panel superior).
CRÉDITO: KINGSLEY DIXON (ARRIBA), ISTOCK.COM / KARENHBLACK (ABAJO)
Todavía hay plantas misteriosas en las tierras desérticas y silvestres australianas, entre ellas algunos arándanos autóctonos que Dixon lleva intentando germinar desde 1982; sospecha que pueden requerir una secuencia muy particular de señales ambientales.
Desde la luz hasta el humo, los ecosistemas se benefician de la diversidad de procesos que rompen el letargo entre especies e incluso dentro de una misma especie, afirma Dixon. “Es como Las Vegas de la ecología: están jugando en todas las mesas de la sala”.
De la semilla al ecosistema
Por difícil que sea, la germinación de las plántulas es solo el primer paso para reconstruir poblaciones de plantas silvestres autosostenibles, desde la identificación de los hongos que necesitan para crecer hasta su protección frente a problemas como la sequía. Pero hay casos de éxito.
En una base militar de Carolina del Norte, Kunz y sus colegas han utilizado semillas conservadas para restaurar poblaciones de Amorpha georgiana, Astragalus michauxii y Lilium pyrophilum.
En varias zonas naturales gestionadas por organismos públicos de Tennessee, el equipo de Albrecht ha avanzado en la recuperación de una leguminosa de flores púrpuras conocida como Astragalus bibullatus, gran parte de cuyo hábitat original ha quedado cubierto por urbanizaciones de Nashville.
Y en la costa alemana del Mar Báltico, los colegas de Zippel consiguieron restaurar poblaciones de Arnica montana. “Ahora la población crece por sí sola”, afirma.
Son pequeñas victorias, pero importantes en un mundo en el que las amenazas a las plantas siguen aumentando. Mientras Zippel guarda semillas en su sótano helado, los biólogos siguen desentrañando los secretos de la latencia y los botánicos trabajan para revivir y criar plántulas jóvenes para devolverlas a la naturaleza, estos científicos esperan poder dar a todas las plantas amenazadas un salvavidas esencial.
Artículo traducido por Debbie Ponchner
10.1146/knowable-051925-1
Apoye a la revista Knowable
Ayúdenos a hacer que el conocimiento científico sea accesible para todos
DONAREXPLORE MÁS | Lea artículos científicos relacionados