Por qué los científicos recurren a los hongos para salvar plantas amenazadas
Las micorrizas que viven entre y dentro de las raíces de las plantas pueden mejorar la salud de determinadas especies e incluso de ecosistemas enteros, pero los científicos advierten del peligro de adoptar un enfoque generalista.
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Cientos de tubos de tierra llenan una hilera de neveras y una cámara frigorífica cercana en un invernadero de Lawrence, Kansas. No parecen ser gran cosa, pero bajo el microscopio, las diminutas perlas de tierra brillan como joyas. Algunas son de color amarillo limón, otras parecen lágrimas de ámbar; algunas son perlas blancas estampadas con puntos marrones que parecen globos oculares que miran fijamente.
Estas gemas microscópicas son esporas de hongos. “Las esporas son realmente muy bonitas”, afirma el co-comisario de la colección, el ecólogo vegetal Jim Bever, de la Universidad de Kansas. Más allá de su encanto, esporas como estas pueden ser la clave para restaurar plantas en peligro y sus ecosistemas, ya sean praderas de pastos altos en peligro crítico, manchas de bosque nuboso en Colombia o algunos de los miembros más amenazados de la flora única de Hawái.
Las esporas engendrarán hongos micorrícicos, el compañero más antiguo y extendido de las plantas: ambos han vivido y trabajado juntos durante unos 500 millones de años. Hasta el 90 % de las plantas tienen micorrizas entre sus raíces (micorrizas significa que viven en las raíces). A cambio de alimento, los hongos ayudan a sus huéspedes a obtener agua y nutrientes, a protegerse de los patógenos y a mejorar su tolerancia a la sequía. Como comunidad, las micorrizas forman un equipo subterráneo para mantener la salud de las plantas, similar al microbioma intestinal del cuerpo humano.

Esporas del hongo Gigaspora decipiens, vistas bajo el microscopio.
CRÉDITO: JOSEPH MORTON, INVAM
En la actualidad, ecologistas como Bever utilizan los hongos micorrícicos como herramientas naturales para la conservación. Dicen que, si se hace correctamente, la inoculación con estos hongos puede ayudar a revivir plantas en peligro o ecosistemas con menos dependencia de fertilizantes y pesticidas que otros mecanismos. Pero hay matices: cuando se introducen donde no son bienvenidos, los hongos micorrícicos pueden acarrear consecuencias inesperadas de las que puede llevar años recuperarse.
Ver las plantas solo desde una perspectiva aérea sin tener en cuenta la compleja dinámica subterránea puede significar “perderse la mitad del cuento”, afirma Adriana Corrales, ecóloga experta en micorrizas de la Universidad del Rosario de Bogotá, Colombia, y de la Sociedad para la Protección de las Redes Subterráneas (SPUN), con sede en Colombia.
Creando un suelo fértil
En un entorno sano, las plantas y sus micorrizas pueden encontrarse por sí solas. Pero cuando los ecosistemas están demasiado degradados y las micorrizas autóctonas prácticamente han desaparecido, los investigadores tienen que hacer de casamenteros entre plantas y hongos.
Tal es el caso del ecosistema de praderas de pasto alto que antaño cubría el Medio Oeste estadounidense antes de su transformación en el Cinturón del Maíz. En las últimas décadas, los conservacionistas han intentado devolver estas tierras de cultivo excesivamente procesadas a un estado más parecido al de su pasado, pero han descubierto que la simple plantación de pastos altos no puede restaurar la biodiversidad natural.
La labor de Bever con las micorrizas empezó con un experimento bastante primitivo en 1998. Su equipo rescató un trozo de pradera virgen y esparció parte de su suelo, que contenía hongos, sobre plántulas de pasto alto en parcelas experimentales de pasto de pradera. Animado por el vigoroso crecimiento de las plántulas, el equipo amplió sus esfuerzos a mayores extensiones de terreno en varios estados del Medio Oeste. Con el paso de los años, las micorrizas duplicaron la cantidad de follaje del pasto de la pradera y triplicaron la tasa de supervivencia de las plantas.
Pero utilizar suelo nativo para inocular franjas de antiguas praderas no es escalable, porque ese suelo es tan raro como las pocas islas de pradera que quedan. Así que el grupo de Bever cultiva los hongos micorrícicos para obtener sus esporas. El equipo almacena una colección cada vez mayor de unas 60 especies para preparar cócteles con los que inocular las plantas, y los pone a disposición de cualquiera interesado en la restauración, desde gestores de tierras a agricultores o empresas privadas que quieran crear su propio inventario de inoculantes.
La mayoría de los hongos micorrícicos enredan sus cuerpos filamentosos en el interior de las células radiculares de las plantas, pero hay un tipo —los llamados hongos ectomicorrícicos— que se esconde fuera de las células, normalmente cerca de la superficie de la raíz. Estos hongos, que prefieren asociarse con árboles de bosques templados y boreales, pueden ser una última solución para los antiguos robles negros de los bosques nubosos de Colombia. El roble negro (Trigonobalanus excelsa) es una especie relicta que pobló el hemisferio norte durante millones de años; hoy solo crece en manchas fragmentadas de bosque debido a la tala para obtener madera y a la eliminación de bosques para cultivar tierras.

Los hongos micorrízicos se clasifican en dos tipos principales. Los hongos ectomicorrízicos (izquierda) forman una red llamada red de Hartig que penetra en la raíz, rodea sus células externas y permite el intercambio de nutrientes con la planta. Los hongos endomicorrízicos (derecha) crecen filamentos que penetran en las células de la raíz; algunos forman arbúsculos donde se intercambian nutrientes. Las raíces colonizadas también pueden contener vesículas y albergar las estructuras reproductivas fúngicas llamadas clamidosporas.
Cuando se cultivan con fines de conservación, las plántulas de roble negro suelen tener dificultades para alcanzar la madurez. Así que el equipo de Corrales recurrió al suelo que hay bajo los robles y a sus más de 200 taxones ectomicorrícicos. En ensayos informales, las plántulas de roble negro inoculadas con el suelo del bosque tuvieron tasas de supervivencia mucho más altas, potencialmente debido a los hongos, dice Corrales. Desde 2021, el equipo de Corrales ha producido más de 1.200 plántulas para reforestación, algunas de las cuales se han replantado en terrenos deforestados y parches fragmentados de bosques de robles en terrenos privados.
Los hongos también están echando una mano en Hawái, donde muchas plantas autóctonas que no se encuentran en ningún otro lugar del mundo luchan contra las amenazas combinadas del cambio climático, los incendios, la pérdida de hábitat y la competencia con especies no autóctonas. La ecóloga fúngica Nicole Hynson, de la Universidad de Hawái, utiliza hongos micorrícicos para ayudar a las gardenias, árboles leñosos en peligro crítico de extinción famosos por sus fragantes flores que antaño se tejían en leis. En el caso de una de las tres especies endémicas del archipiélago, Gardenia brighamii, solo quedan unos 10 ejemplares en estado salvaje a pesar de los esfuerzos de los conservacionistas.
Hynson dice que se ponen en contacto con ella administradores de tierras que “han probado todo lo que tienen en su libro de jugadas, y nada ha funcionado”. Pero, añade, “la parte micorrícica es potencialmente el eslabón perdido que no han explorado”.
En comparación con las iniciativas del roble negro y la pradera, el equipo de Hynson es mucho más meticuloso, ya que alimenta sus plántulas de gardenia con una mezcla líquida de esporas beneficiosas seleccionadas, en lugar de tierra enriquecida con esporas. Esto ayuda a eliminar la transmisión de patógenos y, al imitar la comunidad fúngica de las gardenias silvestres, las plantas tienen más posibilidades de sobrevivir a largo plazo.
De momento, la inoculación con micorrizas parece prometedora. En los primeros experimentos en invernadero, las plántulas enriquecidas con hongos crecieron tres veces más deprisa que sus hermanas no inoculadas, según datos inéditos. Hynson espera estar dando a las jóvenes gardenias el mejor comienzo en la vida para cuando finalmente se trasplanten en lugares de restauración al aire libre.

Ya sea para restaurar la pradera de pastos altos o cualquier otro ecosistema, se debe tener cuidado de utilizar las especies de hongos adecuadas, dicen los científicos.
CRÉDITO: CASSI SAARI / WIKIMEDIA COMMONS
Peligros de una invasión alienígena
Pero si los hongos micorrícicos pueden ser los salvadores de la conservación, también pueden ser los villanos, turboalimentando los estragos de las especies exóticas. En Sudamérica y Australasia, los hongos ectomicorrícicos han ayudado a los pinos invasores a apoderarse de grandes extensiones de tierra al aumentar su capacidad de absorber agua, lo que ha reducido la biodiversidad y aumentado el riesgo de incendios forestales. En China, la vara de oro canadiense se está extendiendo por humedales frágiles, posiblemente gracias al impulso de la red micorrícica que ha cambiado las lealtades de la vegetación autóctona.
En ningún otro lugar es tan evidente el peligro de que las micorrizas como en las islas Galápagos, donde la flora autóctona está librando una batalla perdida contra los cultivos agrícolas que los colonos trajeron a las islas en el siglo XIX. Mucha recolección de tierra, muchos experimentos en macetas y horas de observación de esporas bajo el microscopio llevaron a la ecóloga Jessica Duchicela, de la Universidad de las Fuerzas Armadas de Ecuador, a descubrir que estos cultivos agrícolas forjaron estrechos vínculos con hongos micorrícicos que, según sospecha, llegaron en la tierra utilizada para promover el crecimiento de los primeros cultivos. Según ella, las micorrizas importadas han ido terraformando poco a poco las islas, haciendo el suelo más hospitalario para sus socios invasores y menos para los nativos.
Este descubrimiento subraya la necesidad de evaluar el suelo y el ecosistema antes de remover la tierra o sus habitantes microscópicos, ya sea por inoculación o por otras razones, afirma Duchicela. “¿Inocular o no? Yo diría que no se inocule sin conocer la comunidad local de hongos y la planta”. Los resultados de su equipo han ayudado a informar sobre prácticas de conservación en las islas Galápagos; Duchicela también ha aconsejado a los lugareños y agricultores que no esparzan tierra más allá de sus campos ni utilicen fertilizantes micorrícicos procedentes del extranjero.
Pero cada vez es más difícil rastrear la introducción de hongos foráneos. Los inoculantes micorrícicos comerciales están en alza, con un mercado valorado en más de 1.000 millones de dólares. La mayoría de los productos consisten en unos pocos taxones genéricos, comercializados como una solución única. Sin embargo, casi el 90 % de los inoculantes comerciales no mejoran la salud de las plantas ni se alían con su huésped, según informaron Bever y sus colegas en 2024 en New Phytologist. Estos productos ineficaces no solo se traducen en un gasto inútil de 876 millones de dólares, sino que también pueden alterar los entornos en los que se liberan.
Según Liz Koziol, micóloga y ecóloga restauradora, colega de Bever en la Universidad de Kansas y coautora del estudio sobre inoculantes comerciales, la restauración correcta empieza por utilizar micorrizas autóctonas. Ese es el principio en el que se basa su empresa, MycoBloom , que suministra inoculantes fúngicos procedentes de praderas originales y bosques de todo el Medio Oeste. Para frenar la propagación involuntaria de micorrizas no autóctonas, la empresa vende solo a clientes del norte de Estados Unidos. Insta a otras empresas a tomar medidas similares.
Al fin y al cabo, conservar plantas precarias y proporcionarles sus compañeros fúngicos específicos suelen ir de la mano. La mayoría de los hongos micorrícicos son compañeros obligados: necesitan a sus plantas hospedadoras para sobrevivir. De este modo, pueden ser incluso más vulnerables a las presiones de extinción que las plantas huésped, que a menudo pueden cojear si faltan sus socios microbianos. “Soy una gran defensora de usar las micorrizas para proteger las plantas”, dice Corrales, “y de usar las plantas para proteger las micorrizas”.
Artículo traducido por Debbie Ponchner
10.1146/knowable-031325-1
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